Pasaron las elecciones de Madrid y, sin solución de continuidad, en plena digestión de los resultados, se nos vino encima el fin del estado de alarma. Algunas escenas contempladas con tal motivo tenían todo el aspecto de una celebración colectiva del fin de una etapa ... y el comienzo de otra, como si se tratara de una fiesta de la libertad recuperada. Y no es descartable que, entre ambos acontecimientos, aquellas elecciones y esta celebración, haya una cierta relación, que, si no es de causa a efecto, se le parece bastante, teniendo además en cuenta la proximidad de fechas.
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Desde luego, los resultados de Madrid tienen mucho que analizar, tanto por sus efectos políticos, como por su dimensión sociológica. Es constatable que el PP ha sido primer partido en prácticamente todos los municipios de esa Comunidad, incluidos los que con más frecuencia han tenido otra inclinación electoral; también parece serlo, aunque esto necesitará más análisis, que ha sido mayoritario de forma generalizada en los diversos tramos demográficos que se suelen tomar de referencia (género, edad, profesión, etc.); e igualmente ha podido ocurrir que la acumulación de voto favorable al PP, conteniendo además la representación de Vox, tuvo las más diversas procedencias, ya que la recepción casi completa del voto de Ciudadanos no es suficiente para justificar el número de escaños obtenidos por el PP, como tampoco la caída del PSOE equivale en términos netos de trasvase de voto al crecimiento de Más Madrid y al más limitado de Podemos. Todo ello es significativo. Como lo es el que no hayan funcionado los insistentes reclamos a conceptos gruesos (léase comunismo, fascismo o democracia), ni las invocaciones a la superioridad moral o a la memoria, ni las prevenciones al pasado patrio, más próximo o más remoto; lo que sí parece haber tenido efecto, para bien o para mal según quien lo mire, es la confusión derivada de la modificación de la estrategia, el cambio del discurso sobre la marcha, la técnica de la adhesión o del rechazo en clave frentista, la sobreactuación, y alguna que otra veleidad mediática, tanto preelectoral como ya en la campaña, sin olvidar cuáles fueron los antecedentes de la convocatoria y que el nivel de participación, en día de semana, ha batido records.
Así que los politólogos tienen tarea para un buen rato. Y también los partidos, todos sin excepción, empezando por el PP, que habrá de buscar la forma de integrar las dos almas que se le han consolidado dentro, que no será fácil, y siguiendo por los demás, cada uno en su espacio. Porque una cosa es que ese resultado no sea extrapolable, como ninguno lo es de una elección a otra, sobre todo si son en distinto ámbito, en distinto momento y en distintas circunstancias; y otra bien distinta que no quepa deducir de un determinado resultado electoral los movimientos sociológicos que se estén produciendo y las tendencias políticas de ellos derivadas.
Sea como sea, lo que ha tenido una incidencia especial, incluso decisiva a la vista del resultado, es la percepción por una parte muy importante de la ciudadanía de un mensaje tan aparentemente simple como lo es, a estas alturas, el alegato de la libertad. Esto es lo que tiene relación directa con el estado de opinión en torno a la gestión de la pandemia y lo que obliga a reflexionar sobre el enfoque de la situación actual, una vez decaído el estado de alarma. Porque pudiera ocurrir ahora que, visto el efecto electoral del citado alegato, se le esté teniendo en cuenta para adoptar posiciones en los distintos ámbitos con capacidad de decisión, tanto el estatal, como el autonómico.
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La contraposición actual es bien sencilla: si procedía mantener algún tiempo más el estado de alarma que expiró el 9 de mayo, o si ya es el momento de poner fin a esa cobertura jurídica, dejando que sea cada Comunidad Autónoma la que decida las medidas a adoptar en su territorio, y en función de la evolución de la pandemia en él. La cuestión no es ni sencilla, ni pacífica, y tiene riesgos, como ya se ha empezado a percibir. Afecta, además, a la parte más sensible de la estrategia jurídico-sanitaria a seguir; o sea a la adopción de medidas que implican restricción de derechos fundamentales, con reenvío a los tribunales, que tienen cualificación jurídica, pero no epidemiológica, y cuyos criterios no siempre son coincidentes, como también se está comprobando estos días, a la espera de una 'unificación de doctrina' en el Tribunal Supremo, si llega la ocasión de que se pronuncie. Arriesgado método de afrontar una situación que todavía puede prolongarse, quién sabe hasta cuándo, y al menos mientras la expectativa de una vacunación masiva sea una realidad, quién sabe cuándo. El día que escribo estas líneas se han declarado 6.418 nuevos contagios y han fallecido 108 personas; nada comparable a lo que hemos conocido, más que suficiente para no bajar la guardia.
Comprendo que mantener el estado de alarma más tiempo tendría más sentido a partir de un consenso político básico, muy mayoritario, asumiendo cada uno las contradicciones que tuviera que asumir y los costos del margen de libertad que quisiera conceder, ahora que esto se ha mostrado tan relevante. Pero también soy de los que piensan que la situación actual de combinación de decisiones administrativas autonómicas y visto bueno de los tribunales tiene contraindicaciones y riesgos evidentes de dispersión.
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Me pregunto, pues, si no cabe una solución intermedia capaz de recibir un acuerdo transversal muy mayoritario. Debería haberla. Se dice que cada Presidente autonómico tiene facultad para solicitar del Gobierno la declaración del estado de alarma para su territorio, y que esto es lo que ahora procedería si tal declaración es necesaria para dar cobertura a las medidas que se pretenda tomar. No lo veo tan claro: el artículo quinto de la Ley del estado de alarma se refiere a esa posibilidad, pero cuando la causa (la crisis sanitaria) afecte exclusivamente a todo o parte de ese territorio autonómico. Parece que no es el caso. Más razonable sería una solución jurídica intermedia pero general, que reconociera margen, incluso amplio, para medidas territorialmente diferenciadas, en función de las circunstancias del lugar, pero que aportara seguridad jurídica suficiente a las medidas que fuera necesario adoptar en cada sitio, teniendo en cuenta los datos y la evolución de la pandemia. Si eso se puede hacer con reformas en la legislación, y con urgencia, está bien; si hace falta un nuevo estado de alarma, más limitado en el tiempo y más flexible, también. Todo antes de seguir tirando trastos a la cabeza, sea con el discurso del caos, que no encaja bien con el de la libertad, sea con el de la irresponsabilidad, que no encaja bien con el de la eficacia.
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