Desde la costa griega de la isla de Lesbos, los refugiados sirios encerrados en el campo de acogida de Moria pueden ver las playas y las rocas de la provincia turca de Esmirna en las mañanas claras del mar Egeo. Al otro lado, a miles ... de kilómetros de su miserable campamento de alambres, concertinas y lonas, sigue la guerra de la que han huido más de cinco millones de sirios desde el año 2015. Veinte millas separan del continente asiático su aldea improvisada de tiendas de campaña, ancladas sobre terrenos baldíos entre olivares. Al otro lado del brazo de mar que ellos atravesaron en débiles pateras, a mil quinientos kilómetros de penurias y trabas burocráticas, abandonaron las ruinas de sus casas destruidas en otra guerra infame, como si alguna no lo fuera. Perdieron por el camino su tierra y el dinero en pago del viaje clandestino; pero ganaron esperanza y valor para salir con tenacidad de aquel infierno hacia otra clandestinidad, regida por una ley de fronteras arbitraria que castiga y condena al fugitivo sumido en el desamparo.
Publicidad
Son más de doce mil los refugiados en el campo de Moria que huyeron de sus tiendas incendiadas en la tiniebla de la noche el martes pasado, mientras las llamas devoraban el campamento. El fuego se propagó en pocas horas ante los ojos medrosos de los confinados, ahogados por la desesperación y ávidos de salir cuanto antes de aquel presidio ignominioso. Los inmigrantes, condenados sin causa, esperan allí desde hace más de un año un sello de legalidad para ganar el sueño de Europa y la recompensa a su viaje forzoso y arriesgado. El barril de la ira contenida se derramó en la oscuridad de la noche con el esplendor estético que muestran las imágenes de las agencias de información, escenas infernales de tiendas de campaña y personas en fuga recortadas en negro contra la furia de las llamas rojas y amarillas. A la mañana siguiente, el servicio fotográfico de turno difundió la tragedia de una tierra chamuscada, el perfil del metal ennegrecido de las alambradas, las lonas blancas convertidas en ceniza y el llanto inagotable de los refugiados. Esa imagen de la desgracia humana, siempre conmovedora y comercial, se sirve gratuitamente en internet por la Agencia Getty, más de cuatro mil fotografías del campo de concentración de Moria, legal y civilizado en apariencia.
Dicen las autoridades del gobierno griego que una furia contenida largo tiempo fue «la bomba del terror acumulado lista para estallar y cebada por la pandemia del coronavirus». El encierro riguroso impuesto por las autoridades para frenar la propagación del contagio, detectado sólo en unas decenas de refugiados, hizo estallar la rebelión de las llamas, capaz de abrir su única puerta de salida cerrada desde hace meses a cal y canto. Desde principios de este año hasta septiembre, 25.222 personas habían sido trasladadas desde Lesbos a distintos destinos europeos. Cerrado ese camino hacia la libertad los refugiados, hambrientos y sedientos, se abalanzaron bajo un sol abrasador sobre las botellas de agua y los platos de comida tras dos largos días de abstinencia. Cruzando las brechas de las alambradas calcinadas, intentaron desperdigarse por los descampados cercanos, pero los habitantes de los poblados vecinos bloquean las carreteras y montaron guardia con armas de fuego para amedrentar a quienes intentaran abandonar el campamento convertido en gueto. Los habitantes de la isla de Lesbos, más pequeña y despoblada que la provincia de Guipúzcoa, exigen el cierre del campamento porque consideran que ellos han soportado el peso de la crisis migratoria, y la Unión Europea debe aceptar cuanto antes a esos miles de refugiados.
La lenta respuesta de Bruselas se resume en un arreglo de buenas voluntades: sólo saldrán de Lesbos un millar de refugiados menores de edad y sin familia, que diez países europeos han aceptado, reparto vergonzoso fijado por subasta. Es una gota de agua sobre un océano de lágrimas y sufrimiento, y esa escasa generosidad ante tanta urgencia manifiesta la debilidad moral y también jurídica de quienes están obligados a dar asistencia y practicar la sagrada doctrina del humanitarismo. Cuatro mil refugiados dormirán esta noche en Lesbos bajo las estrellas.
Publicidad
No establece la historia el paraje adecuado de la felicidad o la desdicha. En la mítica isla de Lesbos, bañada por la nobleza de guerreros y la grandeza de la poesía, se representa hoy otra tragedia griega, tan lejana de aquellos héroes antiguos como de los dirigentes políticos. Homero narró en su «Odisea» cómo Menelao el Átrida, de paso en Lesbos al regreso de la asiática Troya, invocó a Zeus para conocer la buena ruta hacia su patria de Esparta. La voz lésbica de Safo resuena todavía en esa isla extrema y ahora trágica: «Lo mejor de la tierra, dicen unos /es una grey de infantes y jinetes/ o una flota de naves; mas yo creo / que ese ideal es sólo cuanto se ama». Allí, en el campo de refugiados más grande de Europa, se cruzan otra vez los caminos del amor y de la guerra. Las alambradas no arden, pero la política migratoria de la U.E. ha perecido en el incendio de una isla europea poblada de héroes y poetas. Lástima que el fortín del viejo continente se mantenga firme ante un flujo migratorio indeseado, mientras se desmoronan la torre de los principios humanitarios, las leyes de la economía y las estadísticas demográficas en los países más prósperos de esa federación que dejó de ser un sueño posible.
Noticia Relacionada
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.