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Ante la expectativa puesta en el rescate de una bonanza económica mundial, demorada una y otra vez por culpa del virus fatal, está a punto de ponerse en marcha un ajuste económico a escala planetaria que hace temblar ya los cimientos más sólidos de la ... economía mundial. Sobre ese pronóstico de difícil concreción, flota el tufo de los efectos profundos y ocultos que ese terremoto sigue provocando, como la destrucción de un volcán que no acaba de escupir su lava. Los ciudadanos de la Unión Europea, cuatrocientos cincuenta millones de habitantes de sus veintisiete países bendecidos con el derecho al suero inmunológico de las vacunas de la covid-19, aguantan el síndrome de la incertidumbre a la espera de otra resurrección colectiva y una recuperación económica que suponen próxima los líderes políticos desde el mar Báltico hasta el estrecho de Gibraltar. El rescate de la economía de la Unión Europea es tan ansiado en esa geografía de la prosperidad que el sentimiento de la gente bien vacunada hace recordar el irónico y rebelde eslogan parisino de los revolucionarios del sesenta y ocho francés: «Está a punto de llegar la revolución y no sé aún como he de vestirme».
Mientras los gurús de la economía echan cuentas y los dirigentes políticos negocian en secreto la fórmula mágica de una nueva prosperidad, los ciudadanos fijan su mirada en los aprietos a que van a ser sometidos, porque la lección de la tormenta de la crisis económica del 2008-2012 que provocó tanto infortunio aún no ha escampado. La Unión Europea se dispone a librar consigo misma otra batalla hasta el último suspiro pero con aquella lección bien aprendida, sostiene el presidente francés Emmanuel Macron. Él tiene motivos para mudar la posición de Francia en el mapa europeo, dividido otra vez en franjas de intereses enfrentados: los países norte-europeos pregoneros de la austeridad y liderados por Alemania, los endeudados países del sur esta vez acompañados por Francia y, en el rol de rigurosos vigilantes frente al despilfarro, los tecnócratas de Bruselas domesticados por el escandaloso espectáculo de 'los hombres de negro' que sometieron a los socios de menor cuantía a bochornosos espectáculos inquisitoriales.
La avanzadilla en esa beligerancia que se anuncia próxima ya está en marcha. El presidente Macron, adolorido por el bajo nivel actual de la 'grandeur' francesa y puesto el pie en el estribo de su reelección en las elecciones presidenciales dentro de cuatro meses, ha firmado el primer acuerdo con el primer ministro italiano, Mario Draghi. Los dos, águilas bien adiestradas en el juego secreto de las altas finanzas, forman ahora un dúo de contrapeso frente a la rigidez de Alemania. Ambos también están convocados en sus respectivos países para conservar sus altos cargos más allá del próximo verano. Ninguna generosidad se atisba en el bando de los rigoristas países protestantes, aunque la maquinaria económica de los socios europeos solo será eficaz si el Banco Central Europeo abre sus copiosas vías de crédito en cantidades hasta ahora nunca vistas, suficientes para poner remedio al bloqueo de la producción y el recorte del consumo provocado por la pandemia. La obligada reforma de esas reglas del mercado y del crédito cambiará profundamente la maquinaria de la UE, e incluso la moral dominante podría provocar una trasformación radical cuya conmoción alcanzaría a largo plazo el horizonte de una revolución.
Se atisban también otras novedades estratégicas. El Mediterráneo se está convirtiendo en un mar dominado por los rusos y los turcos, cuyas amenazas a largo plazo afectan a los cinco países meridionales de la UE que miran hacia África. En ese contexto de seguridad estratégica gestionada por la OTAN, ha de tenerse en cuenta la posibilidad de que Francia, en nombre de una defensa común más eficaz y acordada, pueda hacer un gesto generoso y ceder moderadamente el control de sus armas nucleares a un organismo europeo que pudiera ofrecer a los países de la OTAN lo antes posible esa defensa compartida. Por diferentes motivos, los socios de la UE no parecen preparados para cambiar sus viejos hábitos en materia de seguridad, ni es probable que Francia, en sus horas bajas de poderío militar, comparta el uso de su arsenal atómico con países vecinos que hace ochenta años castigaron su orgulloso poder ocupando su territorio. La vanidad castrense ha bajado muchos puntos en el viejo continente desde el quebranto de la II Guerra Mundial que dejó a Europa sembrada de cadáveres.
A la espera de otras novedades salidas de las urnas, que ya marcan la orientación de la política en Alemania y pronto afectarán a los gobiernos de Italia y Francia, se procede a la firma de nuevas alianzas entre los socios más poderosos de la Unión Europea. Se perciben también profundos cambios que conducen a una transformación radical de las instituciones comunitarias, frente a su maciza burocracia. Con la fuerza poderosa de sus finanzas y la ventaja de algunos tratados comunitarios que apoyaron su política de explotación de los países más débiles del este de Europa, Alemania se dispone a librar una dura e inevitable batalla financiera para moderar la voracidad de los generosos créditos comunitarios que se esperan ansiosamente del Banco Central Europeo. Francia, Italia y España, los tres países mediterráneos cuyo PIB suma más de cinco billones de euros (1,7 billones más que el PIB alemán) se disponen a ir juntos en el reparto de créditos, una revolución financiera para celebrar la victoria contra la pandemia.
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