El éxito de la serie 'Gambito de dama' ha devuelto a la actualidad las virtudes del ajedrez. Apagado por el auge de los videojuegos, con su formato raudo, reflejo y habilidoso, humillado también por la definitiva victoria de la máquina sobre el hombre, el ajedrez ... dormitaba.
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Sin embargo, su legendario atractivo permanece y conserva su capacidad lúdica, su propuesta combativa y una intrínseca vocación educativa que le convierte simultáneamente en una escuela de reflexión, de estrategia, de duelo y de afán de victoria. Pocos juegos pueden lucir un currículo similar.
El ajedrez es una escenificación inmejorable del deseo y de la guerra. En sus figuras distinguimos la separación de clases, la diferencia de sexos, el lujo de la defensa y sorprendentemente también la descarada fuerza animal. Mientras el peón se despliega por el tablero dispuesto a ocupar el terreno, pero también a ofrecerse de carne de cañón, la torre domina insolente las coordenadas cartesianas y el alfil aprovecha las diagonales para combatir a campo abierto, aprovechando astutamente el hueco que dejan los demás. Entretanto, el caballo, ajeno a la lógica humana, camina haciendo una extraña ele de tres por dos, a la vez que el rey, eternamente patriarcal, es decir, tan poderoso como torpe y vulnerable, pone a la reina a trabajar aprovechando su diligencia femenina y su movilidad.
Pero más allá del simbolismo inagotable de estas formas, que de continuo dan que pensar, el ajedrez es una escuela de vida que dignifica los comienzos, valora los procedimientos y enseña a no tener prisa. Sin una buena apertura, es decir, sin educación y sin padres –propios o sustitutivos–, la partida de cada uno está perdida de antemano. Como lo está también si no hay una estrategia o un proyecto de vida que podamos desarrollar sin premura y cuidando los plazos, domando el deseo para que incluso desbocado y transgresor no se salga de sus casillas. No hay nada fuera del tablero, dicta una máxima india.
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En mi infancia el ajedrez formaba parte de la familia. Mi padre, socio de un club situado en un piso de la Plaza Mayor, ejercía de comentarista de ajedrez en este mismo diario, bajo el sugerente nombre de Peón de Dama –lo que me recuerda, dicho sea de paso, lo difícil que es conocer el deseo secreto y privado de los padres–. Y aunque no he pasado de aficionado, con el justo nivel para jugar una partida larga y entretenida, sé que sus reglas y su orden han sido un modelo en mi vida. Quizá más importante que el gambito de dama que me jugué en los jesuitas. Enrocarse, sacrificar una pieza, avanzar o defender un peón, ganar la posición, dar jaque y hacer tablas, son condiciones biográficas que han orientado mis pasos, modulado mis ansias y enseñado que tan importante es no perder como no ganar al contrario. Incluso, a veces, dejarse ganar sin que se note puede ser más tierno y provechoso que el altivo e insustancial vencer.
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