Últimamente hablo mucho aquí del clima, pero es lo que toca, del bolsillo a las gónadas. No es sólo una simple conversación de ascensor. Uno siempre ha sido del refrigerio del aire en los bares prepandémicos en ese cuadrante que podríamos llamar la España no ... verde. También muy fan de sesiones de películas ñoñas en la tarde ardorosa en un centro comercial, y esperar que anochezca y se levanten los vientos y refrescarse. Y voto a Dios que refrescar, refrescaba en el Viejo Caserón de Guillermo, cuando entonces. Cuando no se metía en Sáhara en el pinar ni la nieve sabía a plástico.
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Yo no soy climatólogo, pero sí experto en cómo el sanchismo se sobrepone a todo aquello que sea impopular, empezando por lo del aire, que es el morir. Greta, que sepamos, no necesita abanico. Pero a diez grados menos que en la Meseta, con humedad, a servidor le bajó la tensión a mínimos que alertaron de que la flojera era de todo menos somática. El pingüinito (el aire acondicionado portátil, un chubesqui contrario) exhalaba vaho con esencias marinas de yodo. Me desperté de la siesta con olor a sardinas, pero es que así son las cosas.
Odiar el verano, que lo odio, ya no tiene refugio en la hostelería, en los bares, que es donde hemos venido a socializar. Yo, como Indurain, voy mejor con el frío -artificial o de los otros-, el que pone la ciudad blanca en enero. El que anima a la vida los días sin inversión térmica, ni calefacción, ni leches.
Nos acostumbraremos a todo. No como los dinosaurios de verdad, y no los de la película.
No nos queda otra que ir ya rellenando las hojas de la sequía y el pedrisco.
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