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Cuando rugen los cañones de un jefe de guerra mercenario y traidor y se escucha la marcha de un motín en la sagrada tierra de ... Rusia, el mismo silencio de siglos retumba en los largos corredores del Kremlin. Los héroes de la historia rusa, zarista o revolucionaria, siempre encontraron allí digna memoria tras su derrota militar. Que el capitán general de ese turbio ejército del Grupo Wagner, el amigo de Putin Yevgueny Prigozhin, abandonara hace una semana el frente de batalla en Ucrania y dirigiera sus tropas hacia Moscú, forma parte de la secreta estrategia de ese impetuoso cabecilla en una guerra de frentes difusos ucranianos que apenas se mueven desde hace un año. Los gritos amenazantes de Prigozhin ante las cámaras de televisión, a 160 millas camino de Moscú, acusando de ineptos y traidores a los generales rusos incapaces de ganar ni un metro en una guerra estancada, despertaron la sospecha de Putin: el alocado socio retaba su poder y avanzaba con su ejército mercenario hacia la capital, matando soldados y derribando aviones. Con la frialdad y la pericia del antiguo policía del KGB, el presidente ruso tendió sus redes más ocultas: calificó de «traición interna» la maniobra del Grupo Wagner, permitió a su amigo rebelde Prigozhin instalarse en Minsk, la capital de Bielorusia e inició en Moscú la purga de los altos mandos del ejército. La reparación de esa traición colectiva y el consiguiente desagravio del presidente humillado no han hecho más que empezar.
Todo se vuelve oscuro en la guerra cuando el alto mando militar está en manos de una partida de mercenarios importados de países tercermundistas, donde han servido como guerreros asalariados, conquistadores a sueldo que a veces se han sublevado contra sus clientes. La marca Wagner ha ganado un poder sin precedentes. Con su cinismo, Putin utilizó a esos mercenarios para imponer en Ucrania en 2014 la autoridad de un régimen impuesto por la fuerza de las armas. Con el vigor de esas tropas bien pagadas, Putin instaló también ese método de ocupación militar en países distantes (Siria, Libia) como refuerzo bélico de su ejército regular. Esa misma estrategia y uso de la empresa militar privada Wagner ha demostrado su eficacia en los conflictos bélicos de países africanos (Mali, República Centroafricana) con el objeto de controlar a sus regímenes y obtener el acceso a la extracción de minerales estratégicos.
Con un misterioso acuerdo entre Putin y el presidente bielorruso Alexander Lukashenko, el motín del Wagner parece haber sido sofocado. El comandante y propietario de esa empresa militar privada, su amo y jefe Yevgueny Prigozhin prometió instalar sus tropas en la frontera ucraniana, mientras él mismo se exiliaba en Bielorrusia. Al emprender una rebelión contra los prebostes del ejército ruso, Prigozhin puso de manifiesto que Vladimir Putin es un rey desnudo: su autoridad estaba ya muy debilitada por los reveses estratégicos, nunca superados en Ucrania desde hace un año. Además, los partidarios del presidente ruso corren el riesgo de aconsejarle hacer una paz vergonzosa con Ucrania a la que él se opone. Entre los más cercanos a él, cada vez son más los que piensan que su liderazgo se acabó.
La tradición patriótica no perdona en Rusia las derrotas militares y Vladimir Putin debería guardar ya su espalda en una guerra demasiado larga. He ahí la advertencia del historiador Leon Aron, nacido en Moscú y profesor de la Universidad de Georgetown: según él, todas las derrotas importantes han dado lugar a un cambio radical en la historia de Rusia. La guerra de Crimea (1853-1856) precipitó la revolución liberal del emperador Alejandro II. La guerra ruso-japonesa (1904-1905) provocó la primera revolución rusa. La catástrofe de la Primera Guerra Mundial obligó a abdicar al emperador Nicolás II frente a la revolución bolchevique, y la guerra de Afganistán se convirtió en un factor clave para las reformas del líder soviético Mijaíl Gorbachov.
A largo plazo se impone la reacción de la gente, porque los golpes de Estado y las revoluciones no se deciden por cuántos asaltan los palacios sino por cuántos los defienden, y la indiferencia popular ayuda a los conspiradores. Un verso trágico de la ópera de Pushkin 'Boris Godunov' señala esa condición, clave para una rebelión exitosa: «El pueblo guarda silencio». Tampoco se escuchan todavía ni gritos ni suspiros en los corredores del Kremlin, pero algo nuevo está comenzando a cambiar en Rusia.
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