

Secciones
Servicios
Destacamos
El miliciano vestido de negro de la cabeza a los pies empuña el fusil kalashnikov y asoma el cañón por encima del parapeto de tierra, ... camuflado frente a la alambrada que marca la frontera entre la Franja de Gaza y el territorio israelí del kibutz de Melfasim, a menos de un centenar de metros. El jefe del comando, cinco milicianos de Hamás en fase de entrenamiento, otea el horizonte enemigo y señala el pinar donde se esconden una decena de tanques israelíes. Un rebaño de ovejas pasta las praderas exiguas. «Ojalá que no entren los tanques y destrocen la hierba y la carne que da de comer a los hambrientos del campo de refugiados de Beit Hanun», avisa el jefe del comando. Y luego proclama: «Nos quieren aniquilar pero, tarde o temprano, Gaza será la tumba del ejército sionista». Así nació el nuevo Hamastán.
En aquellos primeros años del poder de Hamás en Gaza, el Primer Ministro Ismail Haniyeh predicaba los viernes en su mezquita de Beit Hanun los principios y obligaciones de los milicianos, entregados ellos a alimentar el arsenal de cohetes y el ingenio de los técnicos para fabricar miles de Kassam en talleres subterráneos, que nutrían a través de los túneles con los elementos necesarios. Hoy los misiles de largo alcance llegan a Gaza desde Egipto, dispuestos ya para su distribución por túneles seguros, más de 500 kilómetros de galerías subterráneas, que surten las operaciones bélicas de los comandos de Hamás. Ismail Haniyeh, presidente de la Autoridad Palestina en Gaza, está refugiado ahora en Qatar con su pacífico talante de líder religioso, y mantiene allí los contactos imprescindibles con los ayatolás iraníes, la república islámica cuya autocracia controla los grupos islamistas más radicales del mundo musulmán.
Quince años han pasado desde mi viaje a aquel paraje bélico desde donde los milicianos de Hamás disparaban sus cohetes Kasam con el orgullo del guerrillero que ha superado el método del apedreamiento para atacar al enemigo. Ese conflicto palestino-israelí lleva mucho tiempo, casi un siglo, en la sombra de la opinión pública mundial. Pocos de quienes hoy pontifican acerca de esa batalla, cuyo escenario no supera la superficie de una franja de 360 kilómetros cuadrados, han estado alguna vez en un kibutz o en un campo de refugiados palestinos. Casi nadie ha hablado jamás con una madre israelí o ha jugado a las canicas con los niños gazatíes usando los casquillos de ametralladora. Los héroes y los verdugos de esa guerra se cruzan con el odio mutuo y la prepotencia que envenena la contienda más larga de la historia en el Medio Oriente.
La Franja de Gaza es una olla a presión que explota cada tres o cuatro años. La gran diferencia que lo cambia todo, en ese permanente revuelo de colmena entre israelíes y palestinos, es el creciente éxito táctico que han logrado los palestinos. El desbordamiento brutal es cada vez más notorio. Las víctimas no son sólo soldados y la incapacidad del gobierno de Netanyahu para proteger a sus ciudadanos en pocas horas no tiene precedentes. A ese problema se suma el de los rehenes israelíes, un temor profundamente arraigado en el sentimiento judío y una terrible humillación para el ejército de Israel. La inevitable operación militar para liberar a esos rehenes, utilizados como escudos vivientes, se complica, y la potencia bélica israelí queda así muy mermada.
En las arenas del Neguev, al sur de Dimona, Israel ha instalado el arsenal de su armamento atómico, unas noventa ojivas nucleares. A pocos kilómetros mirando al mar Muerto, en la pequeña ciudad de Arab, tenía su domicilio el escritor pacifista Amos Oz, fallecido hace cinco años. Quienes, como él, han sufrido en el pasado el estado triste de los palestinos, difícilmente pueden gritar que la responsabilidad principal de lo que allí sucede recae sólo en Hamás. Y quienes apoyan la única democracia en Oriente Medio, Israel, no tienen dificultad en admitir que los asentamientos de colonos en Cisjordania son una provocación. La agitada historia de Gaza demostró a lo largo de los siglos que esa tierra tiene el raro poder de multiplicar las guerras. Recuerdo los ojos brillantes de Amós Oz cuando miraba desde su casa la ribera del Jordán, y también su voz pausada: «Los árabes no se evaporarán; nosotros tampoco. Pero somos unos y otros tan capaces de vivir juntos como un gato y un ratón».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
La NASA premia a una cántabra por su espectacular fotografía de la Luna
El Diario Montañés
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.