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El ejercicio del poder, sea democrático, dictatorial o eclesiástico, exige desde hace siglos un escenario que acredite la legalidad de quien debe desempeñar la jefatura ... del pontífice, dictador o presidente. Esa liturgia que lleva al líder hasta el trono de su mandato se manifiesta en una ceremonia electoral de gran solemnidad. La iglesia católica inventó hace siete siglos el escenario del cónclave, método ritual aparentemente democrático para elegir al Papa de Roma. Esa misma rigidez resuelve en Estados Unidos la adjudicación del poder presidencial en la Convención Electoral que elige al candidato.
La atracción de esas dos elecciones es igualmente notable en la difusión de su noticia y en la emoción de tan vistoso ejercicio democrático, que tiene sin embargo en común solamente su vistosidad y la difusión universal del espectáculo. Los cardenales son los únicos electores del próximo Papa y, según sus normas no escritas, «son muy cuidadosos de no decir nada que parezca estar haciendo campaña». Los delegados de cada partido en Estados Unidos se entregan con pasión a la propaganda de candidato y votan gritando entusiastas a su líder. Los cardenales reunidos en el Vaticano entregan su voto silenciosos, encerrados en la Capilla Sixtina para la elección de un nuevo Papa, y juran mantener el secreto del Cónclave.
Tanta diversidad en esos dos eventos electorales, sólo en apariencia divergente , responde sin embargo a los mismos fines: dar noticia de cuanto acontece en el cielo y en la tierra, con el detalle de una comedia divina o humana, si preciso fuera. Y para hacer efectiva la exhibición, se precisa un escenario atractivo, un guión cinematográfico y un medio de comunicación adecuado a los tiempos y a sus ciudadanos universales. Son mínimos los detalles del Cónclave vaticano y la Convención política partidista, y la emoción universal se mantiene como si del resultado electoral dependiera la correcta órbita de la Tierra. El resultado de esos comicios políticos o eclesiásticos mantienen el mismo rigor de una fórmula matemática, cuyo resultado crepita con la misma especulación escasa que alimenta el fervor del pueblo de Dios, reunido en la Plaza de San Pedro o pegado a la pantalla del televisor en tiempos de cónclave civil.
Con el fervor de los delegados demócratas, se escucharon en Chicago estos días a un centenar de oradores entreverados con cánticos modernos, con la misma cualidad musical y emocional que un «Te Deum» en la plaza del Vaticano durante el tiempo de Cónclave. Así se anunció también tras cuatro días de riguroso fervor el resultado de la votación demócrata: Kamala Harris, actual vicepresidenta, será la candidata presidencial del Partido demócrata el 4 de noviembre. Su adversario impertinente y descortés, el expresidente Donald Trump, candidato republicano y presbiteriano declarado, celebra sus mítines protegido por grandes cristales antibalas, pero no renuncia ni un solo día a regalar un insulto adecuado a su adversaria y a la falseada negritud de Kamala Harris. Nacida ella en Estados Unidos de padres inmigrantes, un jamaiquino de ascendencia africana y una mujer del sur de Asia, Harris encarna la historia del progreso humanitario en Estados Unidos. Ella será quizás la primera presidenta negra de los Estados Unidos. Cuando Donald Trump dice de ella algo desquiciado, es difícil saber si lo hace por cálculo político o por agravio narcisista.
Hace 28 años, tuve la oportunidad de informar desde el polideportivo United Center de Chicago la Convención en la que fue declarado candidato presidencial Bill Clinton para su segundo y desgraciado mandato. Aquel gran pabellón de 90 000 metros cuadrados y una capacidad de 25 500 personas había sido inaugurado un año antes. Su aparcamiento vacío y abierto para la prensa era cruzado de mañana por los Chicago Bulls camino del estadio donde entrenaban los mejores baloncestistas del mundo, dispuestos a arrasar las doce temporadas consecutivas. Pasaban sonrientes el reboteador Rodman y el puntero «Magic Jordan», una torre sobrehumana de dos metros que jamás hablaba de política desde su cúspide sonriente.
La modernidad de aquella catedral del baloncesto en Chicago y los palacios renacentistas vaticanos guardan fervorosamente los mismos sentimientos humanos. Sus creencias pueden variar, como la arquitectura espectacular que los sostiene; pero las certezas humanas los colocan en el mismo camino de la sensibilidad humana. Quizás llegue un día en que el resultado de las votaciones se anuncie allí también con fumata, humo negro o blanco, el nombre del candidato presidencial en su camino hacia la Casa Blanca.
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