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La escena cotidiana de la política en Italia muestra desde hace décadas un país desenfocado, donde reina en apariencia el caos. Como si los gobernantes ... de mayor prestigio se hubieran inspirado en los líderes del imperio romano para llegar a lo más alto del poder, el ejercicio de la política alcanzó a veces la desventura del asesinato de Julio César o la conjuración de Catilina. Pasaron aquellos siglos imperiales, desapareció en la niebla de la historia tanta grandeza y se fragmentó el mapa de la península; pero persistió el esplendor de la cosa pública y el liderazgo de príncipes y mecenas herederos de la maestría en la gobernanza. El secreto maquiavélico y la belleza palaciega, fuentes de inspiración secular, mantuvieron a partes iguales durante siglos la pericia de los dogos y el secretismo de los mecenas, cuya potestad impidió la unificación de los feudos en que se dividió la península hasta hace apenas un siglo y medio.
Tanta grandeza y sabiduría nacidas hace más de dos milenios regresaron a Italia cuando asomaba allí el declive del poder político y la entrega del liderazgo a un salvador de la patria en peligro. La unificación de Garibaldi y el fascismo de Mussolini dejaron la marca más profunda en la memoria de los italianos y perpetúan las reglas antiguas del liderazgo necesario. La ejecución del dictador instaló en la península el bienestar de una democracia bipolar, entre el comunismo y la fórmula democristiana, que se ahogaron en el pantano de la corrupción. Aquel bosque político de tantos liderazgos llegó a ser gestionado hace tres décadas por una decena de partidos cuyos líderes navegaban en la triste laguna de las minorías. El ejercicio de la política en Italia, ejercida por líderes de gran valía y envenenada en la sombra por las mafias poderosas, se convirtió un una partida de ajedrez disputada por los cabecillas de la vieja guardia. Antes de que acabara el milenio, el vendaval de la «nueva política» barrió del tablero electoral a los dos grandes partidos hegemónicos, la democracia cristiana y el eurocomunismo, condenado éste para siempre en las urnas a ejercer una oposición parlamentaria a la espera del ansiado «sorpasso». Y sobre esas andanzas complejas y enigmáticas, aterrizó en Roma «Il Cavaliere» .
Recuerdo aquella mañana nevada, diciembre del año 1984, con la nostalgia de una memoria distante que se me avivó esta semana. La caravana de coches lujosos aparcó en la Plaza San Silvestre de Roma y el empresario Silvio Berlusconi entró como un héroe en el Centro de la Prensa Extranjera, tras bendecir sonriente a un grupo de devotos romanos que lo vitoreaban. Luego, ante el mural de un mapamundi, aquel popular empresario milanés que ya había tomado al asalto la propiedad de tres redes nacionales de televisión compradas con el lucro de sus negocios de la construcción en Milán, reclamó su derecho a tener más canales televisivos que la RAI estatal. Una década después anunció allí mismo a los corresponsales extranjeros su determinación de iniciar su carrera política. Cuatro décadas más tarde, sus detractores lo tienen por un hombre de negocios corrupto que ingresó en la política para proteger sus intereses empresariales y mostrar al mundo con desparpajo su caricatura de mujeriego y libertino. Más de 20.000 admiradores lo despidieron el pasado miércoles ante la catedral de Milán.
Durante sus ocho años de Primer Ministro de Italia, Berlusconi gobernó como un populista sagaz que combinó su política de aliado y amante de Estados Unidos, pero justificando la invasión de Ucrania por Vladimir Putin con quien intercambiaba amistosamente botellas de licores. Con Donald Trump en el poder compartió su arrogancia nacionalista, el desdeño de la ley, la voz chulesca, el discurso grandilocuente y su lascivia privada. Berlusconi cambió el lenguaje político y modernizó las claves de su uso marcándole las huellas del camino a Trump: el liderazgo, la comunicación, la televisión. En esa hermandad de oligarcas, el italiano fue un presagio y un ensayo general del presidente norteamericano, arrogante y nacionalista, desdeñoso de la ley y tan lascivo como él. El incombustible Berlusconi compartió también con Trump sus batallas con los magistrados. A pesar de tantos socios en ese club de oligarcas poderosos, sólo el húngaro Orbán y el emir de Qatar acudieron a las exequias de «Il Cavaliere». Amante de la historia italiana, Berlusconi admiraba a Mussolini y quizás pretendiera heredarlo, pues sostenía que el jefe fascista jamás mató a nadie.
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