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De buena mañana, y cuando enciendo mi teléfono, aún con la torpeza del sueño en los dedos, quien quiera que sea el algoritmo que me vigila me ha seleccionado durante la noche posibles amistades, infinidad de productos y hasta la tasación de la ... vivienda donde está mi cama. Más que molestarme, arrullo mi perplejidad porque estos tiempos de aceptación no tienen vuelta atrás.
Ya no leo las condiciones de las páginas web a las que accedo y le doy a la pestaña de aceptación de términos contractuales agotada de no poder ir directamente a mi destino. También admito las 'cookies', esas ante las que me rindo, sin saber muy bien lo que son y saltándome los pasos necesarios para evitarlas, sabiendo que mi ordenador se resentirá con tanta basura. Tengo una edad en la que la burocracia digital o analógica me espanta las ideas. Los olvidos me alcanzan en medio del trajín y acabo no sabiendo lo que busco ni lo que deseaba encontrar.
Quizás para tener una relación directa con mi tutela, le he puesto nombre a mi algoritmo y he elegido el mismo que tenía un vigilante que había en el instituto de mi adolescencia y que con celo nos impedía constantemente hacer lo que nos venía en gana. Se llamaba Agapito y se parecía a mi algoritmo en lo que a correveidile se refiere. No evitaré que me redirija a una página de venta de audífonos, pero al menos será una forma de identificar el magma insoportable que me rodea con vocación de asfixiar mi identidad.
Los jóvenes nacidos con amistades algorítmicas no entienden nuestro constante enfrentamiento con la tecnología. Ellos que no tienen cultura de oposición no sufren yendo a tientas entre robots, formularios webs, pines y algoritmos. Tampoco se comen el tarro cuando aparece en el teléfono publicidad del restaurante donde 'casualmente' te paraste unos segundos a mirar la carta. Yo quiero entablar una cierta relación con Agapito, mostrarme relativamente sumisa, tratar de desorientarle, porque ayer miré los precios de los billetes para ir a ver a mis hijos indecisa y, a medida que consultaba fechas, el precio fue subiendo por minutos. Agapito me había cazado. Posee inteligencia artificial y aunque él no sepa de anhelo, ni de nostalgia de abrazos, me tiene calada. Sabe que cuando echar de menos es lo único que ocupa mi corazón me sube los precios de las ciudades donde viven los que quiero.
Agapito, el otro, se jubiló un año antes de que terminara el instituto. Le sustituyó un joven benévolo y considerado del que nunca deseábamos huir. Pero me temo que mi algoritmo ha alcanzado la vida eterna. Como en la realidad es una mano de obra barata, tenaz y que no cobra pensión.
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