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Cuando yo era chico el coleccionismo formaba parte de la cotidianidad. Los días de la infancia venían marcados por los juegos en la calle, los amigos y las colecciones. Colecciones de cualquier cosa. Desde canicas ('bolindres' en Extremadura) a cromos dedicados a la naturaleza, a ... países o monumentos artísticos. Colecciones caseras de chapas de botella con las que organizábamos carreras de ciclistas en las aceras de la plaza (a cada chapa se le asignaba el nombre de un corredor famoso), hasta un álbum de plástico donde había que fijar las siluetas de las provincias españolas, –iban dentro del envoltorio de las chocolatinas– afición que ayudaba a memorizar, de un vistazo, el perfil característico y la posición de cada una de las provincias en el mapa nacional. Recuerdo que también coleccionábamos cajas de cerillas o fósforos con imágenes de toreros, de trajes regionales, de futbolistas; sellos de correos; cartuchos de caza (los de los portugueses que venían durante el verano a las tórtolas en Los Carrascos, cerca de Ibahernando, eran muy apreciados, por su rareza); tebeos de 'El Capitán Trueno', de 'El Jabato', de 'Hazañas Bélicas', de 'Supermán'… (antes de que se popularizaran los de Tintín y los de Astérix). Conozco a personas mayores que también reunían vistosas colecciones de vitolas de puros, paquetes de tabaco, monedas, cachimbas, insignias de solapa, plumas estilográficas, abrecartas, marcapáginas, calendarios de bolsillo, aperos de labranza en miniatura e incluso colecciones de llaveros.
En mi caso, enseguida pasé de la afición infantil y juvenil por 'El Jabato' y 'El Capitán Trueno' a la pasión por los libros, que siguen colonizando, mudanza tras mudanza, las estanterías de mi casa. Como suele ocurrirle a quien reúne bibliotecas con varios miles de ejemplares, no he leído la totalidad de los que conservo, pero jamás he renunciado a la aspiración melancólica de hacerlo en el futuro. Ahora bien, lo que no se me ocurrirá es proclamar aquella frase de George Burns que sí podría repetir –aunque sin el humor del cómico americano– alguno de nuestros políticos actuales: «Este es el sexto libro que escribo, lo que no está nada mal para un tipo que solo ha leído dos». Por ahí no me pillan.
Supongo que existen colecciones que nacen como una afición o entretenimiento y terminan por convertirse en verdadera obsesión. Tal vez un personaje que encarna perfectamente dicho trastorno es el que interpreta Geoffrey Rush en la película 'La mejor oferta', de Giuseppe Tornatore: un veterano experto en arte, agente de subastas, maniático y solitario, cuyo paraíso secreto está limitado por las cuatro paredes de la sala donde atesora una abigarrada colección de retratos de mujeres. Un personaje que desborda, incluso, al que Susan Sontag describe en 'El amante del volcán': «El auténtico coleccionista no está atado a lo que colecciona, sino al hecho de coleccionar».
Estoy convencido de que cualquier afición, para que resulte placentera, reclama cierto grado de intensidad. Pero apostar por aficiones que nos deslizan al precipicio de la pasión obsesiva –a título individual o como sociedad– equivale a transitar desde el entusiasmo al sufrimiento; desde la libertad, al infierno de las adicciones. Sean juegos, sueños o emociones políticas.
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