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La nueva normalidad anormal va a traer cosas buenas. No tener que besar al tuntún a desconocidos. Y quizá, por razones obvias, traiga la desaparición de los bufés de desayuno en los hoteles, ese territorio sin ley para hambrientos y gulosos sin fronteras.
Aparte de un espectáculo poco agradable, un bufé es algo tan poco saludable como el agua bendita. Ves (veías) a esa gente, de cuyas condiciones higiénicas y de salud no sabes nada, respirando sobre los huevos revueltos y el jamón. Una vez tuve que hacer un reportaje en Marina D'Or. Estaba en el hotel de cinco estrellas (las habría dado algún intermediario de los que ahora venden cosas al Gobierno). En el bufé había un jamón. Estaba solo. No había un cortador.
Los clientes cogían el cuchillo y lo apuñalaban de cualquier manera. Hacían cola como para atizar a la niña de 'Aterriza como puedas'. El jamón empezaba a parecer una escultura abstracta. Yo sólo comía cosas envueltas en plástico.
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