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Cuando me llegó la invitación al 375 aniversario del Regimiento de Farnesio pensé que se trataba de un error. Yo no he hecho la mili, no tengo conocimiento militar de ningún tipo y no poseo vínculo alguno con el Ejército, ni familiar ni afectivo. ... No tengo ni idea de cuántas estrellas lleva un teniente, si un capitán es más o menos que un comandante y, lo que es peor, desconozco por completo lo que debo hacer en cada situación. Para mí es un terreno tan desconocido que me genera un cierto grado de ansiedad. Porque me siento perdido, vulnerable, como si estuviera siempre a punto de hacer el ridículo o de cometer un fallo intolerable, un fallo como de película muda. Y sin ni siquiera enterarme. Me siento como una especie de salvaje al que sueltan en Viena el día de Año Nuevo y sigue la marcha Radetzki con dos plátanos en la mano y vestido de Tarzán. De hecho, cuando hace un año me invitaron a conocer la Base Militar el Empecinado me cubrí de gloria preguntándole al coronel Pascual por los caballos. Llámenme raro, pero yo daba por hecho que al igual que en Infantería había infantes y en la Armada marineros, en Caballería no había tanques, sino caballos. El Coronel me miró entonces con una mezcla de paciencia y simpatía, se levantó de su silla y me enseñó el cuartel entero, carro a carro y estancia a estancia.
Pero me enseñó algo más. Y es posible que, precisamente por ello, algo cambiara para mí aquel día. En un mundo líquido, feo y en el que todo parece provisional, encontré allí un ambiente de educación inmenso, de respeto generalizado y de valores perpetuos. Eso es importante: pese a lo que les cuenten por ahí, no todo en la vida es dinámico. Ni tampoco voluble ni mucho menos relativo. Aún hay absolutos y uno de ellos es el honor. Otro es el servicio. Otro es el sacrificio y otro el compañerismo. Todo esto está en desuso fuera. Pero muy presente dentro. Lo afirmo porque lo he visto con mis ojos. Y no hace falta que nadie me lo cuente.
Pero vi entonces algo más. Y lo he vuelto a ver ayer en los actos del aniversario. Se trata de una mirada, una mirada diferente y transversal que comparte todo el regimiento. Mezcla orgullo y humildad y es algo que resulta difícil de trasladar. Yo lo intento escribir, de hecho la intento poner: me miro al espejo una y otra vez para lograrlo, pero en lugar de orgullo y humildad me sale algo a medio camino entre la condescendencia y la arrogancia, que no solo no es lo mismo sino que es exactamente lo opuesto. Y eso es porque no se pueden poner ojos de caballero de Farnesio sin serlo, claro. Primero se es, luego se mira. Primero la causa, luego el efecto: ese es el orden. Cuando se quiere mirar sin ser, como es mi caso, lo que resulta es algo pobre. Y falso. Y también triste, por supuesto. Porque no expresa una arquitectura íntima sino una efímera, como una falla a punto de arder.
Pero ellos no. Ellos son. Y ayer, además de ser, estaban. Yo también estaba y, frente a mí, la mirada, esa mirada compartida que tanto admiro y que atravesaba a todo el regimiento, desde el primero al último, en cada caballo, en cada crin colgada de cada estandarte y en cada uno de los caídos, que, en días como ayer, también miraban como deben. Así que, en la Acera de Recoletos, bajo ese frío indescriptible que trae marzo al Campo Grande y delante del Rey, de nuevo la mirada del jinete de Farnesio, que es el primero en llegar y el último en irse, mostrándose, por una vez, a Valladolid. Porque tengo la sensación de que Valladolid vive de espaldas al Regimiento de Caballería de Farnesio, como si eso no fuera con nosotros. No sé si el Regimiento también ha vivido de espaldas a la ciudad, es probable. O puede que no y simplemente sea yo, que no suelo enterarme de aquello que no soy capaz de comprender. Y quizá por eso no lo miro. En cualquier caso, creo que es el momento de que la ciudad vuelva sus ojos al Regimiento. Les recomiendo que visiten el cuartel, que compren los libros de Carlos Molero, que pidan conocer de cerca su historia, que es también la nuestra. Y sepan que se trata del Regimiento de Caballería más antiguo del mundo en activo, así que ya tienen algo nuevo de lo que fardar con las visitas. Farnesio no puede entenderse sin Valladolid. Y es posible que Valladolid no pueda entenderse tampoco del todo sin Farnesio.
Lo que allí sucedió ya lo han leído en El Norte. Les confirmo que fue emotivo, profundo y, por momento, emocionante. No es un modo de hablar: vi caras emocionadas, discursos a punto de romperse en la garganta y un respeto generalizado que es complicado de encontrar en otro lugar en los tiempos que corren. Si acaso, en una procesión. Y no pretendo unir lo que no debe unirse, pero, desde luego, en ambos casos la liturgia ayuda a adentrarnos en otro lugar. Las formas nos elevan y nos unen en algo más importante que nosotros. En un caso, es la fe. En otro, nuestra gente, nuestros ancestros, nuestro país. Y entiendo la cara que ha de tener quien haya llegado hasta aquí y mantenga prejuicios o esa lejanía ante el Ejército que yo he mantenido en otros momentos. Le entiendo, no seré yo quien le convenza de nada y ya somos todos mayorcitos. Pero tras el homenaje y el desfile, ya en el antiguo picadero de la Academia de Caballería, vi las miradas de nuevo, ya saben, la humildad, el orgullo y el Coronel Pascual, que a todo lo anterior sumaba una cara de cansancio y satisfacción, un rostro como de acabar de sacar una oposición y de llevar dos semanas repasando mentalmente cada instante. Y con ese gesto que tiene quien acaba de quitarse trescientos kilos de encima delante de toda la sociedad a la que sirve. Es la cara del éxito, supongo. Un éxito callado, discreto y compartido por todo un regimiento que celebraba a su lado. Que no digan luego que el coronel no tiene quien le escriba. Aquí estoy yo, que de camino a casa pensaba en todo lo que me he perdido por idiota. En lo mucho que me hubiera gustado hacer la mili, vivir todo aquello en primera persona, acceder a esa formación en el momento adecuado de mi vida y ser, por un momento, parte de la historia que tanto he leído en los libros. Pensaba que Valladolid debe conocer todo esto y en ese momento se levantó un aire tremendo, un aire de Viernes Santo. «Adelante, jinetes de Farnesio –pensé–. Altas las frentes y alto el corazón». Aceleré el paso y pensé que había que llegar a casa como fuera a cumplir con mi parte y contarlo. «Es sabido que el huracán de la Caballería no se para por un poco de viento», me dije. Y entendí, de repente, para qué me habían invitado.
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