Los abuelos de las mil batallas

Los abuelos deberían existir para siempre. Sus abrazos lo curan todo y con ellos el consuelo llega solo con mirar las huellas que el tiempo ha impreso en rostro y manos. Y es que hay una generación de abuelos que me conmueve. Son los ... que han sobrevivido a una Guerra Civil, a la posguerra y a la Dictadura. Ellos saben bien lo que es lidiar con miedo y sin pan. Por eso, en tiempos de sacrificio social, de confinamiento, de cuarentena, pienso en lo injusto que es que esta pandemia les coloque en la diana y que sean ellos los que deban asumir el coste vital. Una generación que, con independencia de si tuvieron o no descendencia, usó las cartillas de racionamiento o el conocido como salvoconducto del hambre durante una larga década. El abuelo al que me refiero es aquel que ve cómo asaltamos los supermercados y llenamos las despensas, el que ve cómo nos deshacemos de lo caducado sin pestañear, el que observa cómo nos quejamos por tener que quedarnos en casa. Porque a fin de cuentas quedarse en casa es protegerlos, es evitar que el contagio llegue hasta ellos. Merecen un final feliz después de sus mil y una batallas.

A mi abuelo Cipriano lo conocí bien. Me costó ganármelo, pero lo conseguí. Él se ha ido. Fue en la noche del pasado lunes. Ha sido un buen abuelo, pero duro de pelar. Un carácter más propio de un castellano que de un lucentino. No era amigo de las despedidas y por eso ha escogido este momento. Siempre me decía que cuando muriera, vendría a verme y, de algún modo, él vendrá y yo le estaré esperando para decirle que me siento orgullosa de él, que lo quiero y que lo querré siempre. Y que abrace a mi abuela Anita, de la que fue separado prematuramente. Ahora ya podrán estar juntos para siempre. Te quiero, abuelo Cipri. Descansa mucho.

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