Llevamos tanto tiempo sin ver a tanta gente que los afectos, aunque continúen intactos en nuestro interior, acusan la falta de uso. Viajes suspendidos, encuentros perdidos, celebraciones aplazadas, abrazos y besos pendientes; efusiones físicas contenidas por mor del virus, el miedo y la prudencia. Así ... estamos todos desde el pasado mes de marzo. Hartos ya de conversaciones telefónicas y videoconferencias, necesitados, cada vez más, de hablar cara a cara, de tocar y transmitir con la mirada, frente a frente, los sentimientos reprimidos. Nos pasa con familiares cuya presencia hemos aplazado hasta mejor momento, amigos íntimos con los que tenemos eternas comidas por cerrar y compañeros a los que dejamos de ver hace ocho meses y con los que aún no hemos coincidido.
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Corren malos tiempos para las relaciones, y no digamos nada para las amorosas. Te encuentras en la calle a dos adolescentes comiéndose a besos y te preguntas quién va a decirles que se pongan la mascarilla y guarden el reglamentario metro y medio de distancia. Todos sabemos que el amor y la pasión no van a dejar de existir por ningún acuerdo del Gobierno o de la comunidad autónoma correspondiente. Como dijo el presidente francés, Emmanuel Macron: «Es duro tener 20 años en estos tiempos». Una edad en la que, por cierto, te sientes indestructible y piensas, erróneamente, que el virus no va contigo en absoluto.
De momento, todo lo fiamos, no tenemos otra, a las vacunas anunciadas y a las que están por venir. Si funcionan como se espera será la mejor de las noticias, la constatación de que la pesadilla empieza a dar paso a la esperanza de una nueva realidad en la que podamos recuperar nuestras vidas cotidianas. De momento, ya hay dos en línea de salida, la desarrollada por los laboratorios Pfizer y BioNTech y la de Moderna. Y aún quedan por conocerse noticias de las que preparan AstraZeneca y Johnson&Johnson, entre otras. La mejor imagen sería la de todos sus descubridores recogiendo conjuntamente el Premio Nobel el próximo año. Todo un sueño a día de hoy.
En estos proyectos, en las pipetas, retortas y tubos de ensayo de sus laboratorios, se encuentra nada menos que la puerta que puede dar paso a la vida que dejamos atropelladamente atrás en los primeros días de marzo de este malhadado 2020, cuando llevar mascarilla nos parecía una excentricidad y el gel hidroalcohólico todavía no se había incorporado a los elementos habituales de nuestros bolsillos, como las llaves o el carnet de identidad. Las dosis inyectadas nos pueden conducir a un territorio en el que será posible todo aquello que hoy se nos antoja improbable. Sin falsos triunfalismos. Habrá que comprobar cómo termina el desarrollo del resto de las vacunas que están ultimando su aprobación y si son también efectivas en un alto numero de casos. Luego vendrán las comparaciones: «¿Tú cuál te has puesto...?», y los comentarios: «Pues me han dicho que la mía es más efectiva que la tuya». Habrá que verlo. En cualquier caso, hasta que consigamos una inmunidad efectiva superior al 60% de la población, pasará tiempo y se producirán, desgraciadamente, decenas de miles de contagios y un número insoportable de muertes.
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Tenemos ya muchas ganas de tener buenas noticias y poder vivir en paz, sin miedo al virus. Necesidad de recuperar los abrazos pendientes y los afectos obligatoriamente aparcados. Por eso nos aferramos a las vacunas futuras como los náufragos a la tabla. Por ver de salvarnos y volver a ser y a vivir como antes de esta larga pesadilla. Ojalá.
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