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La escultura 'El abrazo', de Genovés, que levantó el Ayuntamiento de Madrid junto al mercado de Antón Martín en homenaje a los abogados asesinados en Atocha, está cargada de simbolismo. Genovés no era propiamente un escultor, por lo que la escultura parece salida de uno ... de sus célebres cuadros, en los que se ve a muchas personas de espaldas corriendo como si huyeran de la policía que, por supuesto, no aparece por ningún lado. Gente que huye despavorida. Uno intuye la angustia porque al huir nos convertimos en criaturas dispersas que escapan de un peligro inminente para salvar el pellejo. Criaturas sin identidad, intercambiables, apenas un brochazo en la tela de la última época de Genovés.
Para los jóvenes que no conocieron aquellas carreras huyendo de la policía, quizá los cuadros de Genovés de su última época en las que se achican las figuras, les parezcan pinturas abstractas. Pero no. Quienes vivimos aquellos años sabemos que detrás de cada brochazo se esconde una persona. Antes de que pintara a sus criaturas diminutas, pintó figuras humanas de espaldas escapando de un peligro invisible e inminente. La escultura 'El Abrazo' es un monumento a la reconciliación, un intento de tender puentes, de abrazar al semejante. Han pasado más de cuarenta años desde la atrocidad de Atocha y la sociedad española ha seguido huyendo como si una fuerza centrífuga la dispersara por los arrabales de la soledad y el desconcierto. De ahí que dudemos ahora. No sabemos qué hacer cuando atisbamos a un amigo o a un conocido tras la mascarilla. ¿Será o no será? Al cerciorarnos de que se trata de un amigo, otra duda nos invade.
¿Cómo le saludamos? ¿Le ofrecemos el codo como hemos visto hacer a los políticos en la tele? ¿Le tendemos la mano para estrechar la suya o, qué caramba, le damos un abrazo? ¿Qué hacer? En realidad, si se trata de un verdadero amigo, querríamos darle un abrazo, apretarnos contra él. Y en ese abrazo, apretar también a todos los que nos han dejado. Así descubrimos lo necesarios que son los afectos. Si es que a veces dan ganas de estrechar al panadero, al frutero o al vendedor de la prensa. La pandemia ha puesto de manifiesto nuestra vulnerabilidad. Hace unos días saludé con timidez a una conocida tendiéndola el codo. No sabía cómo hacerlo.
Pero ella reaccionó enseguida. ¿El codo?, me dijo. ¡Déjate de codos! Ven aquí y dame un abrazo. Mientras la estrechaba sentí mi amistad reforzada. «El camino de la espina termina siempre en la rosa», escribió el poeta Vicent Andrés Estellés. Eso queremos todos, que el tiempo corra para dejar atrás esta pesadilla atroz para que podamos instalarnos en una primavera fecunda de rosas y de abrazos. Ojalé.
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