La peste Antonina, una de las pandemias mejor documentadas de la Antigüedad que asolaron el poderío del imperio romano y aceleraron su decadencia a finales del siglo II, debilitó el poder económico y militar de Roma, y su poderoso ejército no pudo resistir el embate ... de los pueblos bárbaros. Hasta dos mil víctimas mortales llegó a provocar cada día la epidemia en la capital y sus aterrorizados habitantes, más de un millón, soportaron angustiados la mortandad de una tercera parte de su población.
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Aquella catástrofe dio paso a una nueva época gobernada por la incredulidad de la plebe y el desprecio a los dioses, incapaces de librar a sus vanidosos ciudadanos de un enemigo invisible que condenaba al exterminio una sociedad boyante y satisfecha. Aquella peste se fue propagando y alejando lentamente de la urbe, aunque su efecto más profundo y duradero fue psicológico y cultural, además de político y demográfico.
La causa de aquella congoja colectiva fue la pandemia provocada por un virus que la ciencia médica lograría identificar 10.000 años después de su primera mutación, el 'variola virus' al que dio nombre provisional y tratamiento de escasa eficacia el médico y filósofo Galeno de Pérgamo. En su vejez fecunda, acompañaba al emperador Marco Aurelio en el momento en que la peste alcanzaba su punto álgido en las guerras contra las tribus germánicas. La descripción que de la enfermedad hace Galeno es tan detallada y sutil en la descripción que sus textos inspiraron durante siglos a los pintores medievales e impregnaron la imagen viva del terror que el gran Durero plasmó en sus apocalípticos grabados.
La humanidad, próspera o maldita, ha convivido siempre con las enfermedades, fruto ellas de las mutaciones de las que el ser humano es producto gracias a las complejas leyes de la evolución. No es castigo divino ni anuncio del fin del mundo el mensaje de una pandemia, sino un paso más en el progreso evolutivo que empuja hacia una vida nueva cada átomo de un ser vivo, de cualquier naturaleza o especie. Y el arte es quizás el mejor depósito y memoria de esa mutación interminable. Las enfermedades infecciosas y sus consiguientes pandemias han marcado la historia de la humanidad con una brutalidad intrínseca.
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Aquella 'peste de Galeno' se cobró la vida de cuatro millones de personas, el 10% de la población del imperio romano; y la población europea pasó de 80 a 30 millones de habitantes a causa de la peste negra del Medievo. La mortandad de esas pandemias excesivas ha marcado la geopolítica mundial, determinada siempre por las oscilaciones de la economía y la demografía. A medida que la ciencia médica logró dar respuesta clínica y preventiva a cada una de esas oleadas epidémicas, el valor añadido de la investigación acerca de vacunas capaces de hacer frente a una pandemia a escala planetaria, se han convertido en una prerrogativa del poder semejante a la del armamento bélico.
La estrategia de los países poderosos para llegar a disponer cuanto antes de una vacuna capaz de atajar a la coviv-19 ha demostrado que esa carrera contra reloj de los laboratorios más prestigiosos ha sido alimentada por una codicia mercantil y la ambición de controlar su mercado según las prioridades políticas de los gobiernos que han impulsado la carrera de las probetas. No regirá tampoco en esta ocasión una iniciativa humanitaria, la perspectiva de una solidaridad universal, para que el inmediato remedio de la vacuna llegue cuanto antes y por igual a todos los rincones de la tierra, ricos y pobres.
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El mundo está fragmentado en regiones dominadas, explotadas y controladas por las potencias más poderosas: Donald Trump afila su egoísmo retrechero repitiendo su mantra de «América para los americanos» también en el reparto de su vacuna; de Rusia y el nuevo Sputnik encapsulado de Putin se sabe poco y China se dispone a repartir el remedio con etiqueta solidaria a los países de África, Sudamérica y el Caribe con el mismo sigilo que aplica para mantener lejos a los expertos de la OMS en busca del primer nido de su coronavirus.
La pandemia de la coviv-19 ha demostrado que la clave para ejercer un liderazgo político eficaz en esa urgencia sanitaria consiste simplemente en seguir las indicaciones de la ciencia, confiar en ella y en los científicos y hacer lo que ellos sugieren, en lugar de dejar que la politiquería torpe e interesada maquine la respuesta. Los eslóganes de mensajes dudosos han llevado a la opinión pública una incertidumbre insoportable que no debe repetirse en el nuevo periodo de lucha contra la pandemia, la vacunación.
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El progreso rápido de esa investigación ofrece un buen ejemplo de la eficacia técnica cuando a la política se le niega entrada en el laboratorio. Que las nuevas vacunas lleguen en tan corto periodo de tiempo es también buen ejemplo del vigor de la ciencia en estado puro: ante un desafío planteado se ha respondido con un problema resuelto, gracias al conocimiento acumulado de la medicina moderna capaz de descubrir cómo derrotar a un patógeno nuevo.
Cuando el médico inglés Edward Jenner puso en práctica la primera vacunación de la historia para atajar la viruela el año 1796, brotaron los primeros temores acerca de los riesgos y moralidad del medicamento preventivo: un tratamiento procaz cosa del diablo, según el papa León XIII, y el probable crecimiento de cuernos en el paciente, según el vulgo. La vacuna sigue siendo objeto de recelos y especulación, dos sentimientos humanos sólo en apariencia contradictorios.
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