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Esa noche, el agua hacía tanto ruido que no se escuchaba el estruendo de los muros al caer. «El agua golpeaba contra las casas y no se oyó el derrumbe», afirma Rafael Hernández, jubilado de 72 años, vecino de la calle Bechinos en la localidad de Chiva que transcurre paralela al barranco, por donde se desbordó el agua con la fuerza de una gigantesca ola el pasado 29 de octubre, cuando se desató la terrible DANA que ha asolado buena parte de la provincia de Valencia. «El problema fue que en la esquina se quedaron varios coches atrapados y, cuando reventó esa especie de presa, bajó un montón de agua junta». Hernández vive solo al lado de lo que fue una vivienda de unos 40 metros cuadrados de área y dos plantas. Ahora no queda más que la marca del suelo. Ya no están ni los escombros. «Se cayó la mitad y la otra media la tiraron los cacharros que trajeron unos días después».
La suya se sumergió metro y medio bajo el caudal y tuvo unos «agujeros» que el ayuntamiento taponó. «El problema es que no tengo seguro», lamenta Hernández, que trabajó «casi toda la vida en una fábrica textil que se incendió y nos echaron a todos a la calle. De tragedia en tragedia toda la vida». Y prosigue: «Aquí vino el arquitecto (municipal) y me dijo que la casa no está mal del todo. No, no es muy alentador. Sigo viviendo aquí, supongo que es segura». Las paredes que antes se arrimaban a la otra casa, ahora están desnudas. Mientras tanto, él espera al fontanero.
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Tampoco tiene seguro un vecino que vive desde hace 25 años en la calle Buñol, colindante con la rambla, cuya mujer llevaba una tienda de ropa en un bajo de su propiedad, ahora inundado. «Estamos sin trabajo ni ingresos, y tenía un seguro que nunca entraba y me lo quité hace tres meses», asegura Juan Carlos Cunquero, también jubilado, con unas bolsas en la mano al borde del río, sobre una acera carcomida y cercada. «Incluso he perdido el género que aún estaba pendiente de pagar».
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Kilómetro cero de la DANA, Chiva tuvo más de 300 litros por metro cuadrado de agua en las primeras horas de la tarde. La fuerza de la tromba que luego recorrió tantos kilómetros para inundar otros pueblos valencianos queda retratada en estas calles de casas antiguas, habitadas por vecinos mayores.
«Hay dos tipos de problemas con la gente: el de las personas que no pueden regresar a sus casas y las que sí, pero no tienen nada, sólo las paredes, porque perdieron los sofás, las neveras, la ropa», explica Luisa Bosch, voluntaria de Caritas. Vecina de Chiva, Bosch mantiene que «tenemos ahora las necesidades de las familias, para que los que vuelven a sus casas tengan una manera digna de vivir».
Como Manolo Lozano y Juane Santander, una pareja que llegó al pueblo hace 42 años y viven en una casita de dos plantas que ellos reformaron en la calle Boteros. Él tiene 81 años y ella cumple los 80 en enero. «Nos gustó y nos quedamos», recuerda él. Allí tuvieron a sus tres hijos e hicieron dos dormitorios más. Ellos dos hacían «vida en la planta baja», relata ella. «Entró metro y medio. Todo se fue a pique. La nevera y la tele nadaban. Tuvimos suerte porque una de nuestras paredes es la de la iglesia. Pero la casa de atrás sí se la llevó. Hay vecinos que ahora no están, los echaron a la calle. A nosotros no».
Destruida la cocina y el baño, que deben reconstruirse por completo; perdidos los enseres y rotas las puertas, Juane antepone la resignación entremezclada con cierto optimismo: «¿Nosotros salir de aquí? ¿A dónde nos vamos a ir? La casa no está para caerse. Esto llevará su tiempo. Irá despacio. No sabemos si seguirán tirando o arreglarán las casas. No tenemos novedad ninguna». Él resume así: «Nos ha hecho bastante daño».
Los que no han tenido el precario destino de dormir en una casa dañada están reasentados en dos hoteles del pueblo por «riesgo de derrumbe», al estar «pegados al barranco». Son unas 40 personas, según una fuente de Servicios Sociales, y allí estarán «hasta que se vea que se puede entrar a las fincas».
Es el caso de Samir Abidi, argelino de 31 años que llegó hace cuatro meses en patera a Formentera y buscó en el campo de Valencia una forma de sustento, a pesar de ser electricista. «Fue una catástrofe. Vi los colores del agua diferentes. Sé que cuando viene marrón habrá problemas». Bereber, huyó de la persecución en su país de origen. Casi nada más llegar, le tocó ayudar a repartir las ayudas en el pueblo y alojarse en uno de los hoteles que disponen de cuartos para los damnificados. Donde Abidi vivía es la única casa precintada de la calle Doctor Lanuza, la única de las casas antiguas sin reformar.
Un poco más arriba del centro, en la calle Ramón y Cajal que desemboca en la Buñol, el arañazo del agua deja una marca más profunda. Parte de los bajos de una larga finca se deslizó por las laderas. Un horno tradicional, un veterinario, un bar, un supermercado y varios trasteros vertieron sus restos al cauce. «Están viendo si tienen que tirar la estructura o con un muro pueden tapar las bases», señala Gabriel Navarro, sobrino de una de las personas desalojadas de ese edificio y vecino en la finca de al lado, que se salvó porque se levanta sobre un garaje de cemento que la protegió de las embestidas. «El jueves pudieron venir dos horas a recoger sus cosas. Ya son tres semanas fuera de sus casas. Y las que quedan».
Ahora, quince días después de la riada, en la escarpada Chiva el tiempo se detiene en el radio afectado del pueblo. Antes de llegar al epicentro de la inundación, no hay cicatrices de la DANA. La cotidianidad sigue y las personas no tienen ni una gota de barro en las suelas de sus zapatos. Pero unas calles más abajo, las personas mayores que viven en esas calles empinadas y vetustas intentan reconstruir sus vidas sin grandes cambios.
En donde los ladrillos fueron rebanados, una de estas casas hace esquina con la Buñol y el puente militar de hierro que une las dos calzadas. Su lateral se suspende en el abismo. «Lo que yo necesito es un arquitecto, que me dé permiso para volver a arreglarla», señala Maricarmen Fornés, la dueña. «Pero voy a al ayuntamiento y me dicen que no tenga prisa, que tengo que esperar uno o seis meses. Ya la han visto pero no me dicen nada. Me siento impotente». En algunos lugares la secuencia permanece congelada.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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