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Arrancó el año 2021 con España instalada en pleno estado de alarma, con el precio de la energía eléctrica disparado (nada, comparado con lo que vendría a partir del verano) por la tormenta de nieve 'Filomena', que paralizó medio país, y subidos en la tercera ... ola de la pandemia del coronavirus (luego llegarían otras tres) que disparó el número de contagiados y fallecidos. Pese a ese poco halagüeño panorama, el Gobierno preveía el año como el del inicio de la recuperación gracias a las vacunas que ya se empezaban a inocular.
En este contexto, fue el tablero catalán el que a finales de enero provocó los primeros cambios en el Ejecutivo de coalición. El presidente, Pedro Sánchez, movió ficha para que el ministro que había soportado desde el inicio el peso de la gestión de la pandemia, Salvador Illa, optase como candidato del PSC a presidir la Generalitat en las elecciones catalanas de febrero. Así, sustituyó a su ministro de Sanidad por Carolina Darias, la de Política Territorial y Función Pública, y colocó en este último cargo al líder del PSC, Miquel Iceta.
No habían pasado dos meses cuando se precipitó una nueva minicrisis de gobierno obligada también por otro movimiento electoral. A mediados de marzo, y para sorpresa general, el vicepresidente segundo del Gobierno y líder del Unidas Podemos, Pablo Iglesias, anunció vía Twitter que dejaba su cargo para presentarse como candidato en las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid. A finales de ese mes, el presidente le relevó y colocó en su lugar como vicepresidenta segunda a la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y ascendió a Ione Belarra a ministra de Derechos Sociales.
La espantada de Iglesias supuso una bocanada de aire para el presidente y la mayoritaria ala socialista del Ejecutivo. Hasta entonces, el líder podemita no había dejado de deteriorar la confianza de sus compañeros de gabinete y de tensar las costuras de la coalición de gobierno por su costumbre de airear constantemente las discrepancias con sus socios en asuntos como la monarquía, las políticas de igualdad y de libertad sexual, la vivienda, e incluso el propio sistema democrático y judicial del país. La llegada de Yolanda Díaz impulsó un cambio de actitud y la minoración de reproches dentro del Consejo de Ministros, aunque las tensiones y los cruces de cuchillos entre los dos socios no dejaron de existir durante todo el año.
Pero el verdadero oxígeno para tomar impulso político lo buscó Pedro Sánchez en pleno mes de julio, al desatar una gran crisis gubernamental con el objetivo declarado de «seguir ofreciendo estabilidad a España de la mano de un Gobierno de coalición progresista hasta 2023». Para ello, prescindió de Carmen Calvo como vicepresidenta primera y de su fiel escudero el ministro de Transportes, José Luis Ábalos; y apartó al ministro de Justicia de los indultos, Juan Carlos Campo, a Arantza González-Laya por la crisis con Marruecos y a su jefe de gabinete, Iván Redondo, como cambios más significativos.
En el reajuste, con siete caras nuevas, Nadia Calviño, ministra de Economía, pasó a ser la mano derecha de Sánchez como vicepresidenta primera; Félix Bolaños se convirtió en el nuevo hombre fuerte de la acción política del Ejecutivo, y la hasta entonces presidenta del Senado, Pilar Llop, pasó a dirigir el Ministerio de Justicia y fue sustituida en la Cámara Alta por el burgalés Ander Gil.
La marcha a última hora del ministro de Universidades, Manuel Castells, y su relevo por Joan Subirats no fue sino la traca final en la agitación ministerial del año.
Pese al constante test de estrés en el que se ha desenvuelto el segundo año de Gobierno de coalición, socialistas y morados lograron sacar adelante en el Parlamento, casi siempre con la oposición de PP y Vox, normas como la 'ley trans', la ley contra el cambio climático, la de memoria democrática, la de la eutanasia, la primera parte de la reforma de las pensiones y los Presupuestos Generales del Estado. También, como hitos relevantes, el Ejecutivo aprobó el anteproyecto de ley de vivienda y pactó con los sindicatos la subida del salario mínimo.
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El clima envenenado que durante el año anegó el debate político en el Parlamento y en la calle impidió cualquier tipo de acuerdo entre el Gobierno y el primer partido de la oposición. Por contra, Pedro Sánchez, obligado por su dependencia parlamentaria, ha ido cediendo a cuantas exigencias le han planteado los nacionalistas catalanes.
Tres años de interinidad de los miembros del Consejo General del Poder Judicial se cumplieron el 4 de diciembre. Todas las súplicas desde el propio CGPJ para su renovación y las presiones desde el Gobierno y el PSOE hacia el PP para llegar a un acuerdo cayeron en el saco roto de los populares, imprescindibles para alcanzar los tres quintos del Parlamento necesarios para la renovación. El partido de Pablo Casado sigue rechazando cualquier cambio hasta que el Ejecutivo se comprometa a hacer reformas legales para avanzar hacia la «despolitización» e «independencia» del CGPJ.
El pacto, también imposible durante años, sí se alcanzó en octubre en una negociación fulgurante entre el Gobierno y el PP para renovar un tercio del Tribunal Constitucional (cuatro de los doce miembros), los doce componentes del Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo (fue designado Ángel Gabilondo) y la Agencia de Protección de Datos.
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