A Pablo Llarena (Burgos, 1963), dice uno de sus compañeros de promoción, le «entristece tremendamente» que su nombre vaya a estar ligado de por vida a la persecución judicial por media Europa y durante años que mantiene con Carles Puigdemont. El instructor del 'procés', ... en realidad, se ve él mismo como el perseguido por ese fantasma del huido hasta ahora eterno, cuya sombra no logra sacudirse de encima.
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Cuando la 'maldición' de la instrucción de la intentona secesionista de otoño de 2017 le cayó encima, Llarena apenas era un novato en el Supremo, pues acababa de aterrizar en el alto tribunal en enero del año anterior procedente de la presidencia de la Audiencia Provincial de Barcelona.
Porque sí, aunque Llarena es burgalés de nacimiento, en realidad es catalán de adopción, pues prácticamente toda su carrera profesional la ha desarrollado en Barcelona, donde recaló en 1992, solo tres años después de ingresar en la carrera judicial y después de un brevísimo paso por Torrelavega (Cantabria) y su Burgos natal.
El martes 31 octubre de 2017 fue el día que cambió la vida para siempre a Llarena y a los suyos, entre ellos a su mujer, Gema Espinosa, exdirectora de la Escuela Judicial entre 2013 y 2018 y recién nombrada vocal del Poder Judicial. Cuatro días antes, el propio juez –explican desde su entorno– había seguido con sorpresa cómo el Parlamento catalán aprobaba la Declaración Unilateral de Independencia (DUI). A la jornada siguiente Mariano Rajoy activaba el 155. Y el 29 de octubre, Puigdemont huía a Bélgica.
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Ese martes, la Audiencia Nacional, que hasta entonces había centrado las investigaciones sobre el 1-O, se inhibió a favor del Tribunal Supremo, habida cuenta el aforamiento de varios de los implicados, entre ellos el propio Puigdemont.
Cuando Llarena recibió el caso de manos de la jueza Carmen Lamela ya estaban en la cárcel Oriol Junqueras y siete de sus exconsejeros. Él, a su vez, envió a prisión eludible bajo fianza a la expresidenta del Parlament Carme Forcadell el 9 de noviembre y ahí empezó un señalamiento que no ha parado en estos siete años.
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Es más, ese calvario –explican agentes que han estado destinados a su seguridad este tiempo– se ha intensificado en momentos puntuales, siempre relacionados con decisiones que tenían que ver con Puigdemont.
El hostigamiento ha sido de todo tipo: pintadas amenazantes de Arran frente a una de sus viviendas en Das (Girona); insultos de vecinos de su casa de Sant Cugat del Vallés; increpaciones en las playas de la Costa Brava… y siempre se ha recrudecido con hitos negativos para Puigdemont, como en noviembre de 2017 cuando emitió la primera euroorden contra el expresidente huido; o en marzo de 2018, cuando le procesó por rebelión y dictó una nueva orden contra el líder de Junts y a las pocas horas fue detenido y encarcelado en Alemania.
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La familia de Llarena y el propio juez esperaban que cuando el 10 de julio de 2018 puso fin a la investigación del 1-O y declaró en rebeldía a Puigdemont y demás prófugos su nombre y su imagen pasarían a un segundo plano y los CDR que le machacaban en redes sociales y quemaban sus fotografías por todos los rincones de Cataluña se irían olvidando de él. Sus allegados esperaban que a inicios de 2019, con la celebración del juicio del 'procés' por el tribunal que dirigía Manuel Marchena, el foco cambiaría de dirección. Pero no fue así. Durante los graves disturbios de los CDR en otoño de 2019 en contra de aquel fallo a los líderes de la intentona secesionista el acoso se recrudeció.
Cuando aquellas llamas se apagaron también se fue difuminando en el recuerdo independentismo más radical la dureza de Marchena en la vista oral del Supremo, pero las innumerables cuitas judiciales en las instituciones europeas de Carles Puigdemont han obligado en los últimos años a Llarena a intervenir una y otra vez con nuevos escritos y nuevas alegaciones y órdenes, que le han vuelto a poner regularmente otra vez en la diana de los CDR.
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La penúltima embestida del independentismo radical hasta que el jueves 8 de agosto en el que Llarena siguió perplejo cómo Puigdemont campaba a sus anchas por Barcelona antes de burlar el dispositivo de los Mossos de detenerlo había sido cuando el pasado 1 de julio el Tribunal Supremo declaró no amnistiado el delito de malversación de caudales públicos en la causa del 'procés' y Llarena mantuvo las órdenes nacionales de detención contra Carles Puigdemont, Antoni Comín y Lluís Puig.
Pese a todo, Llarena no tira la toalla. De hecho, el último golpe de efecto de Puigdemont, ya sin la inmunidad que le proporcionaba ser eurodiputado, le facilita activar la euroorden por el delito no amnistiable de la malversación. Pero, indudablemente, añora aquellos días de tranquilidad en los que montaba por las carreteras segundarias de Cataluña con su Harley Davidson Fat Boy, iba de aperitivo con su mujer al mercado de la Boquería en Barcelona o, tras hacer senderismo, iba de bares por Girona, la ciudad en la que Puigdemont fue alcalde entre 2011 y 2016 y en la que quizás pudieron coincidir algún día en una barra, sin ser señalado.
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