Los rusos han dejado importantes destrozos y montones de chatarra a su paso por la región de Kiev. Zigor Aldama

La periferia muerta de Kiev

Recorrido por los pueblos situados alrededor de la capital ucraniana, convertidos en el escaparate del horror tras la ocupación rusa

zigor aldama

Enviado especial. Kiev

Sábado, 16 de abril 2022

Vladímir Putin creyó que sus tropas tomarían Kiev en cuestión de días. Se equivocó. Los ucranianos defendieron la capital con uñas y dientes y lograron repeler la invasión. No obstante, basta viajar unos kilómetros en cualquier dirección para certificar que los rusos estuvieron muy cerca ... de alcanzar su objetivo. Se instalaron en multitud de pequeñas localidades alrededor de la ciudad y lanzaron misiles sobre algunos barrios que quedaban tras las líneas de defensa. Aún hoy se escuchan fuertes estallidos a la noche. El viernes los invasores reventaron una fábrica de misiles cercana y esta madrugada repitieron los bombardeos en puntos de la periferia, razón por la que el alcalde de Kiev, Vitali Klitschko, pidió ayer a quienes huyeron de la guerra que no regresen todavía. Y los residentes que se quedaron temen que Putin cumpla su promesa de intensificar los ataques aéreos sobre Kiev en represalia por las incursiones ucranianas en varios enclaves dentro de territorio ruso.

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De momento, las tropas ocupantes se han batido en retirada para centrarse en la ofensiva contra la región rusoparlante del Donbás. Pero detrás de sí han dejado un reguero de muertos –los suyos no los reclaman– y montañas de chatarra. Según informó ayer el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, la 'operación militar especial' rusa se ha cobrado ya la vida de entre 2.500 y 3.000 de sus militares, aunque cifra en hasta 20.000 las bajas que han sufrido las tropas de Putin, cuyo régimen solo reconoce 1.351. No obstante, los analistas dan por hecho que Zelenski y su gabinete, igual que Moscú, tratan de ocultar la magnitud de la tragedia rebajando los números y que en realidad las tropas locales han perdido muchos más efectivos de los que reconocen.

Desafortunadamente, también han perecido innumerables civiles. En torno a un millar solo en el anillo de la muerte que rodea Kiev, donde todavía quedan muchos cadáveres por descubrir. La destrucción es comparable a las sufridas en Siria o Sarajevo. «Los edificios se reconstruyen, pero el alma no», comenta Oksana Furman, vecina de Dmitrivka, uno de los primeros pueblos que a principios de marzo cayeron en manos rusas. Las heridas físicas son visibles en interminables hileras de casas destrozadas, pero los vecinos esconden las emocionales todo lo que pueden.

«Los rusos apostaron varios tanques en las confluencias de las calles y, desde allí, tiroteaban a todo el que trataba de salir. Temimos que, si no moríamos a cañonazos, lo haríamos de hambre», recuerda Furman, que demuestra la veracidad de sus palabras con unos vídeos que grabó desde la ventana de su casa. Le costó caro, porque un obús entró por ella, atravesó la pared de la habitación y le reventó la cocina. En el jardín todavía hay metralla y vainas de proyectiles de gran calibre.

«Los soldados dormían en el sótano y, al marcharse, rompieron el generador», cuenta Furman, cuya familia lleva sin suministros básicos desde el inicio de la invasión. Pero da gracias a Dios por seguir con vida, y se santigua frente a una imagen religiosa junto a la que hay un agujero de bala. «A muchos muertos los tiraron en la cuneta y pasaron por encima de sus cuerpos con los tanques», afirma, ya sin poder contener las lágrimas. «Incluso aplastaron las tumbas del cementerio», añade. El perímetro roto del camposanto y las rodaduras de las orugas sobre algunas lápidas hechas añicos dan fe de ello.

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Pero los tanques que aterrorizaron al pueblo están ahora destrozados. Uno de los militares que ayudó a destruirlos reconoce que su unidad sufrió muchas bajas en una lucha encarnizada, pero está convencido de que mereció la pena. «No lograron llegar a Kiev», apostilla antes de pedir un retrato frente a uno de los T-72 rusos que volaron con proyectiles anticarro como los que fabrica la aragonesa Instalanza.

Un boquete gigantesco

Los pueblos de pequeñas casas unifamiliares han sufrido, pero la devastación es mucho mayor en localidades como Hostomel, Bucha o Borodyanka, donde potentes misiles rusos alcanzaron de lleno grandes bloques de viviendas. Gazisov Eusten vivía en uno de los apartamentos levantados hace solo unos años en Irpín por la constructora Comfort Life Development. Hoy, ni una de las ventanas permanece intacta y varias de las estancias tienen grandes boquetes en las paredes. El mobiliario ha quedado inservible, y él sobrevive con una escueta ayuda del Gobierno.

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«Compramos la casa por el equivalente a 63.000 dólares en 2012. Todos nuestros ahorros se fueron ahí, y ahora ya no tengo fuerzas para reconstruir. Estoy moralmente destrozado», cuenta Eusten mientras retira las ventanas rotas, las puertas reventadas, y los muebles ennegrecidos. Está solo, porque el resto de la familia ha huido al oeste del país. «Traté de convencer a mi hija de que fuese a Europa, pero ha decidido quedarse para cuidar de su madre», relata.

Otros vecinos sí que están tratando de reconstruir sus viviendas en el bloque de Eusten. Algunos tapan agujeros y limpian las huellas del fuego, pero temen que el esfuerzo sea en vano si Rusia retoma el ataque contra Kiev. En Horenka, Taldonova Elena, una uzbeka que lleva décadas viviendo en Ucrania, no tiene nada que reconstruir: su apartamento ha desaparecido.

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Donde se encontraba, en un edificio de cuatro plantas y ladrillo ocre, solo queda un gigantesco boquete. Desde el portal contiguo se ven un salón con un sofá cama abierto, el poster de un tigre en la habitación de abajo y juguetes esparcidos por otra estancia en la que habitaban niños. Ahora, todo ello da directamente a la calle porque las paredes son un cúmulo de cascotes cuatro pisos más abajo. «La primera semana estuvimos escondidos en el sótano, hasta que lograron evacuarnos», recuerda Elena, trabajadora de la empresa de logística suiza Kuehne+Nagel, cuyo pabellón ha quedado reducido a un amasijo de chapa retorcida a pocos metros. «Por lo menos, la compañía se preocupa de nuestro bienestar material», alaba la mujer.

La única que se resiste a abandonar el bloque es una abuela con una fuerte sordera, agudizada por el estruendo de las bombas. Vive en un apartamento semiderruido del bajo, sin ningún suministro ni ventanas, aunque algunos vecinos le han ayudado a taparlas con plásticos. «No tengo adónde ir», cuenta con la mirada perdida sentada en un banco junto a lo que fue un parque infantil.

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Costosa reconstrucción

La reconstrucción será costosa y larga. De momento, tras repeler la invasión en la periferia de Kiev, la prioridad es recuperar la electricidad y las telecomunicaciones. Esas últimas son más sencillas, porque muchas de las torres de señal móvil se mantienen en pie, pero el tendido eléctrico requiere de un esfuerzo mucho mayor. «Los tanques han destruido muchos postes y hay que cambiar todos los cables», comenta el operario de una compañía eléctrica mientras utiliza una grúa para reparar el tendido.

Las infraestructuras viarias también están en ruinas. «Al principio, nuestros militares destruyeron algunos puentes para evitar el avance de los rusos, que también bombardearon otros. Además, Putin puso en su punto de mira gasolineras y supermercados para evitar el abastecimiento de nuestras tropas», comenta un policía que se identifica solo como Ivan y que nos acompaña por el interior de lo que fue un gran supermercado en Hostomel. Hasta que varios misiles lo convirtieron en una cueva negra en la que solo entra la luz por los boquetes del techo: todo está quemado, salvo por algunas estanterías en las que, sorprendentemente, aún hay comida y bebida que nadie ha tocado. «Hay miedo a que algo explote», comenta Ivan, quien reconoce un lógico grado de paranoia mientras señala un zapato sin dueño en el suelo.

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«Si ves los cadáveres como familiares o amigos, algo cambia dentro de ti»

Los hombres de entre 18 y 60 años no pueden abandonar Ucrania. Deben luchar por el país, ya sea en el Ejército regular, en las Fuerzas de Defensa Territorial o como voluntarios en otras labores esenciales. Por eso, no es extraño encontrarse a jóvenes con profesiones muy dispares uniformados y con un AK-47 colgado del hombro. Incluso, a investigadores reconocidos internacionalmente, como un profesor y analista matemático a quien hace unos días le notificaron en el frente haber recibido el principal premio de la mayor institución académica de ciencias de Hungría.

Todos ellos han recibido un curso rápido de combate y ahora están apostados en controles, participan en el reparto de ayuda y, en los casos más desafortunados, luchan en las ciudades asediadas al este del país: desde Járkov hasta Mariúpol, donde se vaticina la mayor matanza de esta guerra.

Serhii Selivanov ha tenido más suerte y está destinado en Bucha, escenario de otra masacre pero ahora una localidad en calma. Se nota que no es un soldado: con varios piercings en diferentes partes del cuerpo y un aro de dilatación en la oreja, está alejado de la estética de quienes visten regularmente ropa de camuflaje. «Antes de la invasión yo me dedicaba a los efectos especiales de series y películas», comenta con una sonrisa difícil de descifrar.

«Nunca pensé que llegaría a ver cadáveres tan de cerca. Ahora me doy cuenta de que los reales no tienen mucho que ver con los que yo preparaba, aunque el cerebro me lleva a pensar que son los de de mi trabajo. Lo prefiero, porque si los ves como amigos o familiares, algo cambia dentro de ti», señala Selivanov, que también trabaja en la gestión de corredores humanitarios y en la acogida de los desplazados internos que proceden de las zonas más castigadas. «Cuando todo esto acabe, el trauma seguirá durando años. Sobre todo, en gente como nosotros, que no somos militares pero nos vemos obligados a actuar como tales», avanza el joven.

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