«Mi padre soñaba que seguía en Mauthausen»
Familias de víctimas del campo nazi donde más españoles murieron relatan su infierno y la falta de reconocimiento 80 años después
Hay lugares que son auténticos agujeros negros, donde por mucho que trinen los pájaros, luzca el sol o la vegetación lo inunde todo uno no ... puede sustraerse a la sensación de que el odio empapa hasta la última piedra. La 'Cantera de la Muerte', en Mauthausen, es uno de ellos. Este domingo, miles de personas han celebrado sobre el terreno los 80 años de la liberación del campo de exterminio donde más españoles hallaron la muerte, republicanos que cayeron prisioneros en manos de los nazis y que debieron afrontar el peor de los destinos después de sufrir una Guerra Civil, otra mundial y el internamiento como mano de obra esclava o destinada a los experimentos médicos. De los 7.200 que recluyeron allí, 4.755 fueron asesinados en el lapso de cinco años, sometidos a un trabajo extenuante, la falta de comida y una violencia demente que hacía que sobrevivir fuera un auténtico desafío.
Devolver la dignidad a los que les fue arrebatada y a sus familias es una deuda que tanto tiempo después sigue sin ser reparada, consecuencia dicen algunos de una democracia que se levantó sobre la promesa del olvido. Un último clavo en el ataúd para aquellos que fueron repudiados por el gobierno de Franco, considerados apátridas y tuvieron que apelar a la generosidad de países como Francia para salir adelante y labrarse un nuevo futuro.
Amical de Mauthausen es una de las asociaciones más activas en lograr que el recuerdo de estas personas no desaparezca. Esta semana pasada, más de 250 personas han viajado con ellos, visitando los escenarios de un infierno que surgió del discurso del odio y al que todos parecen encontrar paralelismos con el mundo convulso que habitamos ahora, en pleno auge de la extrema derecha y de las guerras que se ceban con los más vulnerables. No ha sido un viaje de placer por mucho que la mayoría repita y les ha puesto en contacto con escenarios de pesadilla. Como el castillo de Hartheim, que los nazis utilizaron primero para deshacerse de discapacitados mentales y físicos en ese afán por depurar la raza aria expurgando los elementos que, a su juicio, la contaminaban; y que luego se utilizó para gasear a deportados, 438 de ellos españoles. Como el cántabro Jerónimo José Cicero, de quien su nieta Rosa recuerda que «pasaba refugiados en barco hasta que fue detenido en Burdeos, y conducido primero a Mauthausen y luego a este palacio» que escondía el más sórdido de los secretos: «Murió a los 15 días de llegar tras someterle a ensayos médicos».



O Gusen, el subcampo más letal, donde llevaban a los más debilitados. Aquí murieron 3.897 españoles, entre ellos Ramón Agramunt Tarragó, el padre de Gloria, que a sus 89 años se dio el capricho de colgar unos claveles en el memorial que se levanta junto a la que fuera estación de Mauthausen. «Le tatuaron en el brazo el número 12.087», recuerda ella con una mueca de dolor. «No es recrearnos en el dolor por lo vivido, sino en la esperanza de que ese horror no se repita», precisa Juan manuel Calvo, presidente de Amical.
No todos murieron, pero quienes sortearon ese destino vivieron mortificados toda su vida. Lo recuerda Segismundo Estañ, de Callosa de Segura (Alicante), hijo de Luis, quien años después de acabada la guerra solía decir que hubiera preferido no sobrevivir, porque cada noche volvía en sueños a Mauthausen, su pedilla recurrente que le marcó de por vida. Con su mujer, Carmen Cerezo, y sus dos hijos, vino por primera vez el año pasado «porque sentía que tenía una cuenta pendiente».
Los alumnos del IES de Cerdanyola pusieron en valor el caso de Francesc Batiste, de Vinaroz, «que vivió hasta 2007 después de haber sido uno de los 16.0000 fantasmas esqueléticos con que se encontraron los americanos cuando liberaron Ebensee». Fue este otro hito en ese catálogo del odio que representa Mauthausen, asomado en este caso a un lago de postal y rodeado de cumbres alpinas; un lugar bucólico, paradisiaco, donde hoy el desprecio por la memoria histórica ha llevado a construir urbanizaciones sobre el solar que acogía los barracones y hasta las fosas comunes. A unos centenares de metros se abren 8 kilómetros de túneles en la falda de la montaña, excavados con la mano de obra esclava que eran los deportados y donde los alemanes decidieron trasladar el esfuerzo de guerra en 1943 tras sufrir su industria los primeros bombardeos aliados.
Esclavitud bajo tierra
«Aquí se construyeron aviones y se empezó a dar forma a los V-2, los cohetes con que Hitler se había propuesto darle la vuelta a la guerra». Lo contaban un grupo de jóvenes llegados desde Ejea de los Caballeros (Zaragoza), cuando hablaban de Jacinto Acín, «que se pasó la guerra apilando los cadáveres de sus compañeros de infortunio y llevándolos al crematorio». Aquí purgó la guerra también el gijonés Victor Cueto, «que acabaría trabajando para los americanos como cocinero y, contra todo pronóstico, quedándose en Lenzing, muy cerca del que había sido su cárcel», explica Silvia, una austriaca menuda y con carácter a la que «emociona ver a tantos españoles rindiendo homenaje a quien me trajo al mundo».
Su sentimiento lo comparte Laure Checa, hija de Fernando, matrícula 4.318 de Mauthausen. «Yo me he alimentado de su historia, era como mi biberón. Venir aquí y pisar donde él pisó es el mejor homenaje que puedo hacerle». A su lado, María Teresa Curiá , 87 años, sube trabajosamente los peldaños de la 'Escalera de la Muerte, construida por los reclusos de Mauthausen para dar acceso a la cantera. Son 186 peldaños regados con la sangre de los republicanos deportados. La tradición dice que por cada escalón se cuenta un español muerto. «Siempre me he preguntado cuál es el tuyo», leyó Ledecio Pérez en una carta dirigida a su abuelo, a quien no conoció pero al que agradece todos los valores transmitidos. «Tengo un secreto, abuelo, tu sacrificio sirvió años más tarde para condenar a los que te mataron». No es mal epitafio.
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