Antonio G. Encinas
Viernes, 13 de noviembre 2015, 10:50
Si tiene usted en torno a 42-45 años seguro que estos nombres le transmiten una mirada. Unos ojos grandes, negros, tristes. Unos ojos que comprenden. Que miran fijamente a la muerte que se viene en el lodazal.
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Omayra Sánchez empezó a morir un día como hoy hace 30 años. El volcán Nevado del Ruiz entró en erupción y arrasó el pueblo colombiano de Armero.
La lava y el lodo dejaron 23.000 muertos.
Uno de ellos fue Omayra. Una niña de 13 años que permaneció 60 horas enterrada en el barro, con la cabeza fuera, siempre erguida, digna en mitad de la tragedia. Su agonía se transmitió a todo el planeta casi hora a hora. Estaba atrapada y ninguno de los intentos desesperados por rescatarla funcionó. Minuto a minuto, Omayra era consciente de su destino.
«Ustedes váyanse a descansar un ratico; luego vénganse a sacarme», les decía a quienes trataban de arrebatársela a la muerte dos días después de aparecer en esa trampa en mitad de la tragedia. Sus pies tocaban algo. «Creo que son mi papá y mi tía», decía.
«Yo tengo que vivir, porque estoy viva».
Pero no pudo ser. Murió. Una periodista local lo narró en Radio Caracol. «Omayra, Dios nos ayude, ha muerto». Y aquí, lejos del Nevado del Ruiz, del conglomerado letal de lava y barro, miles de niños españoles de entre 12 y 14 años, de la edad de Omayra Sánchez, vieron en directo cómo era la muerte. Por eso hoy, cuando se cumplen treinta años de la catástrofe y la tumba dedicada a la niña en las ruinas de Armero se volverá a llenar de lágrimas, escuchar su nombre nos vuelve a remover las entrañas. «Balada por una niña muerta y viva», se titulaba entonces un artículo de Emilio del Río en El Norte. Y tenía razón. Omayra Sánchez murió, pero sigue viva.
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