Un nuevo Quijote, querido Sancho
Tenemos que desconfiar de aquellos que pretenden soluciones fáciles ante problemas complejos
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ
Domingo, 26 de julio 2020, 09:35
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MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ
Domingo, 26 de julio 2020, 09:35
Aeropuerto de Madrid. 9 a.m. Ningún tipo de control especial. Nadie pide papeles ni identificación. La entrada a Madrid por el Norte estaba desierta, como los domingos muy temprano. El motivo de ir al aeropuerto no era otro que comprobar un tráfico de material procedente de Shanghái, necesario para un proyecto que Drylock desarrolla con la Junta de Castilla y León para fabricar mascarillas. Su confección sigue dependiendo en gran medida del mercado asiático. En lo que va del siglo XXI, el centro de gravedad del desarrollo económico y las relaciones políticas internacionales se desplazó hacia el eje Asia-Pacífico.
China ha sido el mayor exportador del mundo y pieza clave de las cadenas de producción global en las últimas dos décadas, dejando al descubierto en esta crisis el punto más débil de los países que formamos la UE: la cantidad limitada de materias primas de que disponemos. El papel de China, como proveedor de múltiples suministros para empresas en todo el mundo, afecta irremediablemente las cadenas de valor regionales en Europa, América y Asia del Este.
En mi cabeza flotaba una idea desde que despuntara el día. En los últimos decenios habíamos visto desaparecer industrias en Europa que, en aras de la globalización, entendíamos como naturales: la desaparición del textil, del calzado, prácticamente de todas las industrias manufactureras, y esa realidad aceptada, chocaba frontalmente con la súbita aparición de la pandemia, con unas estructuras mentales y políticas que piensan y actúan ante lo global con soluciones y argumentos locales.
Vendrán más virus y dificultades y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros.
Quizás por todo eso, por la confrontación entre lo nacional y lo autonómico y todo ello con el ámbito local nos resulte difícil comprender que alguien que puede dejar su vida en un hospital no es bien visto en su propia casa por temor del vecindario a un posible contagio. Asistimos igualmente al estupor y aturdimiento de los gobernantes de la Tierra a la hora de hacer frente a un fenómeno de magnitudes y perfiles desconocidos hasta el momento. Pero aún entendiendo el tamaño descomunal del problema, no puedo aceptar las estupideces que propagan desde sus elevadas magistraturas algunos de nuestros representantes públicos. Y esa falta de previsión es quizás la que me lleve a pensar que si volviera el virus, nos encontraría discutiendo sobre cuestiones caseras, que nunca aportan soluciones al ciudadano.
Por eso, tenemos que desconfiar de aquellos que pretenden soluciones fáciles ante problemas complejos.
En los últimos años el populismo se ha incrustado en algunas democracias para entregar el poder a buen número de incompetentes. No es la norma imperante, pero tampoco una excepción, y no solo afecta a quienes ejercen el mando, también a quienes aspiran a hacerlo. Antes o después, el coronavirus pasará factura a todos ellos, de modo que cuando acabe el actual barullo será urgente someter el sistema a revisión, si no queremos verlo perecer.
Fruto de esta mediocridad, asistimos al debate sobre la prevalencia de la salud frente a la economía. Nos lo ahorraríamos si los protagonistas de esta discusión consultaran qué entiende por salud la OMS. Desde su fundación, en 1948, la define como «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades». El médico chino Szeming Sze, que participó en la redacción de dicho enunciado, la justificó debido a su preocupación por la prevención sanitaria y no solo por la asistencia. En la actual pandemia no han sido previsores la mayoría de los gobiernos, el español en absoluto y el bienestar social que la salud implica se ha visto y se verá perjudicado por la paralización del sistema productivo, de cuyas consecuencias han de derivarse nuevas crisis.
Justificar las medidas extraordinarias que se han tomado tiene difícil encaje legal en algunos casos. El propio presidente Torra, acompañado por el vicepresidente y conseller de Economía, Pere Aragonés, ha rechazado la decisión judicial: «No estamos de acuerdo con esta decisión judicial y no la aceptamos. Asumiremos las consecuencias que se deriven, pero no puedo poner en peligro la salud de las personas», ha dicho.
En paralelo, la mayoría de los políticos enfatizan que el desastre económico que ya padecemos es el peor desde la Segunda Guerra Mundial. Hay que preguntarse pues, por qué no se inspiran en algunos de los métodos de entonces. La evocación del Plan Marshall por parte del primer ministro español nada tiene que ver con la realidad de hoy. Aquel Plan fue financiado exclusivamente por EE.UU para ayudar a los países europeos tras la contienda, diezmadas como estaban sus poblaciones, con infraestructuras arrasadas y escasez de alimentos.
Pero mucho antes de este Plan, Churchill ya había impulsado modelos para la reconstrucción después del conflicto. En 1943, en el seno de Naciones Unidas se firmó la instalación de la UNRRA, una oficina de reparación económica de carácter multilateral. Keynes participó en sus preparativos, como prólogo a la conferencia de Bretton Woods. El proceso se llevó a cabo, (cuenta Arnold Toynbee), en pleno apogeo de la guerra y simultáneamente al desarrollo de las operaciones militares. Algo que, por comparación, echamos de menos en el actual entorno que algunos describen como conflicto armado. No estamos en una guerra por más que la metáfora encandile a los del 'conmigo o contra mí', ni es necesario elegir entre salud y economía si se contempla esta como una parte del completo bienestar social, hoy amenazado.
La covid-19 es una amenaza global por lo que merecía una respuesta temprana, también global. Pero los organismos de cooperación no funcionaron. La pulsión nacionalista se adueñó de todos los gobiernos, muchos de ellos envueltos en procesos electorales o plebiscitarios. Alemania, Francia y Austria se apresuraron a cerrar sus fronteras sin siquiera consultar a sus socios de la Unión. La desorganización interna ha sido palpable y las controversias respecto al proceso de reconstrucción ni siquiera disfrutan de una cierta coherencia en el seno del Eurogrupo.
Los salvamentos a empresas nacionales por parte de sus respectivos gobiernos están a la orden del día; responden a necesidades objetivas, pero pueden vulnerar directivas comunitarias y leyes de la competencia en detrimento de otros operadores.
La construcción de Europa corre peligro. El G-20 sigue, de hecho, desaparecido y asistimos a una expansión indiscriminada de políticas monetarias que hacen prever una crisis global de deuda. Algunos creen que esto es el fin de la globalización. Las pulsiones autoritarias se extienden por doquier. No solo Trump señala, sin ambages, a China como responsable de la extensión del virus, preparándose para exigir reparaciones, después de castigar en el marco de la guerra comercial.
A pesar de todo ello, nos hablan del regreso a una nueva normalidad. Quizás lo logremos algún día, pero no es de prever en un año o dos, porque el mundo va a cambiar sustancialmente. Ya ha comenzado a hacerlo. Se necesita una reconstrucción de las relaciones internacionales que llevará tiempo y afectará a decisiones globales y locales.
Las instituciones emanadas de la victoria aliada frente al nazismo han sido, tras la deserción soviética, la columna vertebral del desarrollo político y económico de Occidente. Ahora resultan insuficientes. Es absurdo que China no tenga un peso relevante en el FMI y el Banco Mundial, o que las grandes economías del mundo, basadas en modelos de crecimiento capitalista, sean incapaces de encarar conjuntamente una reforma del sistema que garantice el bienestar social. A ello se puede llegar mediante el pacto o la confrontación, en principio fundamentalmente comercial, aunque no es de descartar una escalada bélica en determinados escenarios. En semejante situación, lo que se necesita no es tanto un nuevo Plan Marshall como una conferencia internacional que acuerde las bases del funcionamiento financiero, monetario y comercial en la nueva civilización que se inaugura; un nuevo Bretton Woods.
Por lo demás, dadas las circunstancias, la suposición del presidente español de que la legislatura durará los cuatro años es cuando menos una ensoñación. Su gestión de la crisis es criticable no tanto por los resultados como por el método. Lejos de convocar desde el primer momento a las fuerzas políticas a un proyecto nacional de reconstrucción, y no solo para salvar vidas, se le ve atrincherado en su escuálida mayoría parlamentaria, llamando a la unidad sin ningún sentido autocrítico ni ánimo de participación. Tampoco la oposición se comporta mucho mejor. En ningún caso se han escuchado ofertas mutuas reales para que la lucha contra el virus y el esfuerzo de recuperación se lleven a cabo de forma solidaria. Oímos, sí, muchos reproches e insultos. Es verdad que de esta no saldremos si no actuamos todos juntos, o al menos una gran mayoría, pero no habrá unidad mientras los dos principales grupos parlamentarios que han gobernado este país durante las pasadas cuatro décadas sean incapaces de establecer un programa conjunto, no excluyente respecto al resto de las fuerzas políticas.
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