No puede ya atribuirse a un error de juicio lo de Trump. Es una decisión consciente del votante estadounidense. No se equivocaron la primera vez, pues lo han elegido una segunda. Lo quieren para cambiar América. Así lo ha prometido el candidato, «arreglar todo lo ... que no funciona en ese país».
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Desde la vieja y cansada Europa a veces lo miramos con desdén, el fenómeno estadounidense. Al fin y al cabo, tal vez nos decimos, es la América profunda la que se ha pronunciado. Los más cosmopolitas, los estadounidenses que residen en las costas Este y Oeste, los más europeizados pensamos nosotros, rechazan al mentiroso, delincuente, maleducado y tramposo Trump. Nos ilusionábamos con que esa América que nunca nos molestamos en conocer, que en realidad es la genuina nación estadounidense, fuera precisamente eso, un paréntesis al que podíamos ningunear. Y miradlos ahora, dispuestos a trastocar el orden mundial, nada menos.
No nos engañemos, Trump ya ha llegado a Europa. Está lejos de ser un fenómeno meramente coyuntural, ni tiene que ver solo, por más significativo que sea esto, con la gobernabilidad o los modelos políticos. Los Trump estadounidenses y europeos, el Putin ruso, la preponderancia de India y China, y los Bukele y Milei hispanoamericanos nos anuncian que la novedad es mucho más profunda. Ha cambiado la naturaleza de la realidad. Ahora es falsa.
Es difícil asumirlo, pero puede ser que la verdad, es decir, la propiedad de inmutabilidad de una determinada realidad, ya no exista. O sólo tenga hueco en términos estrictamente formales, matemáticos, pero sea inservible manejar el concepto de 'verdad' para las realidades sociales. Si la verdad se construye con información, y la información digital es manipulable, tal vez la verdad del futuro sea multiforme, cuanto menos relativa. Lo que sí se ha mostrado terca en enseñarnos la historia es que los relatos con que definimos nuestras realidades son preciados objetos mentales que siempre pretenden ser dominados por quienes ostentan poder. Había venido siendo una suposición que las democracias representaban un antídoto contra esa tendencia, la de secuestrar la verdad por parte del poder de unos pocos. Actualmente no deberíamos estar tan seguros de esa presunción.
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Es notorio que una parte de la élite de Silicon Valley, propietaria de las plataformas digitales por las que circula y se da forma a la información con la que representamos las realidades y construimos las verdades o las apariencias de verdad, apoyan la presidencia de Trump y son donantes generosos de su campaña. Lo han confesado, entre otros, Elon Musk y Peter Thiel. El primero es de sobra conocido por Twitter; el segundo, además de uno de los primeros inversores en Facebook, es propietario de Palantir, el más potente conjunto de herramientas de integración y procesamiento de datos electrónicos, una especie de inteligencia artificial de apoyo a la toma de decisiones. Ambos magnates de empresas tecnológicas son reconocidos detractores de la democracia representativa e institucional, por decirlo suave, a la que tildan de obstáculo más relevante para la emancipación de la libertad individual.
Pues bien, aún quedan seres analógicos que votan, pero en dos o tres generaciones la mayor porción de electores en Europa o EE UU decidirán sus opciones de gobierno en función de la realidad que representan sus mentes a través de la información que consumen en redes sociales. Podrá argumentarse que ni tan mal, puesto que las redes sociales son un reducto de libertad individual y colectiva. Sin embargo, tal afirmación es incierta, espuria. Las redes sociales actuales y, peor, sus evoluciones de cara al futuro, están gobernadas por algoritmos automatizados que responden a un único parámetro directivo estratégico: la maximización del beneficio económico de sus propietarios, esos que se adhieren fervorosamente a Trump. Cuando los servicios de inteligencia de Rusia pretendieron manipular las elecciones de EE UU de 2016, primer mandato de Trump, su primera herramienta de injerencia fue Facebook.
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Las redes sociales no son democráticas y no proporcionan libertad al individuo ni a la sociedad. La información que los algoritmos priorizan para los segundos de atención limitada que el usuario dedica a cada contenido es la que maximiza lo que llaman 'engagement', es decir, el tiempo que el usuario se queda conectado e interactuando con la plataforma digital. Y se ha descubierto que los contenidos que maximizan el tiempo de conexión son los más extremos, los que más polarizan, los más adictivos emocionalmente. Es decir, los algoritmos están programados para crear adictos digitales y la droga mental que más engancha, queridos amigos, no es la verdad, sino la ficción. En treinta años Trump nos parecerá un demócrata radical comparado con los gobernantes que nos inocularán los algoritmos de Silicon Valley mientras permanecemos hipnotizados creyendo que la pantalla del teléfono que consume toda nuestra atención es el culmen de la expresión de la libertad humana.
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