Escribo esto todavía incrédulo. Todavía impresionado por lo que acabo de ver. Aún resuena en mis oídos la monótona retransmisión alemana cuando la máscara rosa de Rafa insiste en demostrar a toda Francia y a todo el mundo que sus valores son eternos, que no ... se va a cansar de ganar hasta que no aprendamos lo que quiere decirnos.

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Djokovic, el número uno del mundo, uno de los mejores tenistas de todos los tiempos, en su versión más contenida y en el cénit de su carrera, no pudo más que apretar su mandíbula amenazante, enfocar en el infinito de una grada vacía la impotencia de su mirada y reconocer que hay escenarios en los que solo los mayores héroes pueden tocar el cielo. Ya no es una cuestión de récords o de comparaciones. Solo una voluntad de hierro unida a una incansable perseverancia en el trabajo generan tanto éxito. Sus dotes atléticas, siendo prodigiosas, son solo una pequeña parte de su mérito. Solo con ellas Rafa no habría firmado una mínima parte de su palmarés.

La enésima exhibición de un tenis mágico, rayano con la perfección, a un nivel casi circense que desafía las leyes físicas, era la única manera de ganar a un genio como el serbio. Pero Rafa no le ganó, le pasó por encima como una apisonadora y volvió a cerrar la boca a aquellos que llevan años deseando destronarlo. ¡Qué maravilla! ¡Qué exhibición! Cuántos se creerían dioses con la mitad de lo que este excepcional deportista hace con la humildad de quien solo trata de hacer bien su trabajo. Si todavía alguien se pregunta si el deporte sirve para algo más que para desatar pasiones, si de un brutal intercambio de raquetazos y carreras se puede extraer alguna conclusión de más altura y utilidad, la respuesta se llama Rafael Nadal. En estos tiempos de incertidumbre y mezquindad, de soberbia e incompetencia, de egoísmo e hipocresía, la lección de Rafa alcanza un estatus extradeportivo. Solo hay que saber leerla e intentar no desaprovecharla, otra vez.

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