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Hay momentos en la vida en los que te das cuenta de que tu tiempo ya ha pasado o está a punto de pasar. Un síntoma importante se me reveló cuando jugaba con una de mis nietas, de seis años. «Tú me vas diciendo nombres ... y a ver cuántos aciertas de los niños que hay en mi clase», me propuso. Empecé a desgranar una lista con santa paciencia: «Carlos, Luis, Pilar, Antonio, Mercedes….» Como no acertaba ni una, la pequeña me interrumpió: «No, abuela, hablemos en serio. Basta ya de decir nombres raros». Fue un golpe terrible porque, evidentemente , sus compañeros de curso se llaman: Patricia, Sandra, Kevin, Iván o Sonia. Mi tiempo onomástico es historia, y eso duele.
Otro pequeño trauma que estoy justamente sufriendo en este Mundial es a cuenta de la belleza física de los jugadores. Toda la prensa nacional coincide en afirmar que el jugador de la selección islandesa Rúrik Gíslason ha sido declarado el sex symbol de este torneo. Lo piropean sin excepción y le llaman 'rompecorazones'. Lo he visto en televisión sin que mi corazón experimentara la más mínima fisura e incluso, ya mosqueada, he buscado su imagen por Internet. Nada, corazón de una pieza, a mí solo me parece un muchacho rubio, de cara cuadrada y sin la más mínima expresión. Podría atribuirlo a lo que todos llamamos 'gustos', pero da la fatídica casualidad de que ningún jugador de ninguna de las selecciones contendientes me parece atractivo. La estética que exhiben, llena de tatuajes, piercings o pendientes no me hace para nada tilín. Por no hablar de sus arreglos capilares. Ahí experimento auténtico horror: cortes imposibles, afros, trenzas, crestas, tintes llamativos o espaguetis en todo lo alto. El impacto es tan negativo que me olvido de sus hermosas musculaturas y de su juventud. O quizá en eso radica el problema, en su juventud. Debe ser sin duda alguna una cuestión de edad, porque en oposición a los jugadores, estoy encontrando guapos, muy guapos, entre los entrenadores.
No me entiendan mal, no se trata de que encuentre sexy a Sampaoli, que tiene una pinta de lo más anodina, o que me extasíe ante el aspecto del sueco Jan Andersson, que se mueve y vocifera como un energúmeno. No, más bien diría que, por ejemplo Helmir Hallgrimsson, también islandés, se me antoja uno de aquellos exploradores polares de romanticismo innegable. Adam Nawalka, selecionador polaco, tira a intelectual prototípico, y me gusta. Todos estaremos de acuerdo en que el francés Hervé Renard, al frente de Marruecos, es un tío bueno de libro, tenga la edad que tenga (y sin piercings). Y para no ser tachada de 'clasicona' añadiré a la lista de bellos a Aliou Cissé, de Senegal, que tiene un punto 'Bronx' de lo más interesante. Pero para mí, y aquí me meto en terreno personal, el sex symbol del campeonato es el alemán Joachim Löw. Carece este señor de una sola de las características típicas de su nacionalidad: no es rubio ni de ojos claros, ni corpulento ni altísimo. No, lleva una melena al estilo de los Stones, es delgado, de rostro algo arrugado y sonríe muy poco, se mueve y actúa con displicencia y no pierde los nervios. Jersys de cuello vuelto y pantalón de pinzas. ¡Ah, lo encuentro arrebatador!, tiene un morbo total el caballero.
Luego ya pasaríamos al terreno más subjetivo de la sentimentalidad. En ese sentido me gusta el ruso Stanislav Cherchésov, pero no es por sus cualidades meramente estéticas, sino porque me recuerda a Vicente del Bosque. Posee un hálito de bonhomía y normalidad que hace pensar en un padre protector. A lo mejor es una mala bestia que le pega al vodka sin piedad, pero esa posibilidad no se trasluce en su rostro confiado.
En fin, supongo que los patrones de belleza van variando y uno se queda pegado a los que mamó en sus años mozos. De igual manera cambian los atuendos de los futbolistas e incluso la manera de jugar el deporte rey. No se puede ser nostálgico ni pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Hay que seguir en la brecha y pensar que Hierro es el más guapo y que aún podemos ganar el mundial.
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