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Aspecto que presentaba el circuito en el punto más alejado de la meta: el Pinar.
El rugido del 'Pinarmalet'

La Vuelta en Valladolid

El rugido del 'Pinarmalet'

Ambiente de Tour en el repecho que enlaza la Cañada Real con los Talleres del Pinar

J. C. Cristóbal

Martes, 5 de septiembre 2023, 20:59

La Vuelta bien merece un paseo por el frente sur de la contrarreloj. Ni se discute que la ruta empezaba en el barrio de La Farola, una de las cunas del ciclismo vallisoletano, escenario de la carrera de Nuestra Señora del Rosario, donde se foguearon algunos de los mejores ciclistas españoles de los setenta y ochenta en las filas del mítico Moliner aficionado (en el recuerdo nombres como Moncho Moliner, Tomás Nistal, Javier Mínguez, Perico Delgado, Carlos Machín…), ni que la ruta debía seguir por el arranque de la Cañada Real, donde en 1979 la Vuelta hizo parada y fonda con una etapa de dos sectores en línea (que ganó el holandés Van Houwelingen) y crono individual (con victoria del belga De Wolf y liderato de Zoetemelk, ganador de la ronda tres días después). Era un jueves de los tiempos en que los sonidos del helicóptero sacaban en estampida a los niños de las aulas de los colegios; con el permiso del profesor, por supuesto.

A falta de Angliru o Tourmalet, Valladolid se conforma con esta tachuela para meterse en el ambiente ciclista

Sí, son otros tiempos. La capital mundial del ciclismo por un día, Valladolid, incluyó los carriles-bici en la pelea electoral de hace unos meses, no sabemos hasta qué punto condicionó el cambio en la alcaldía, y Asciva (Asamblea Ciclista de Valladolid) aprovechó la concentración de medios de comunicación para colgar unas sábanas reivindicativas delante del Lava: 'Salvemos el carril bici', en castellano e inglés, y 'Bike save the Queen' con una efigie de Isabel la Católica, el principal punto de conflicto entre el Ayuntamiento actual y los ciclistas vallisoletanos. Paradojas de la vida, justo al lado de la rampa de salida de la etapa.

A la altura del PRAE se congregaron caravanas repletas de viandas,... y hasta un mensaje en recuerdo de Bahamontes

No había cruzado todavía por el Paseo de Zorrilla el australiano Callum Scotson, el primero en abrir la peregrinación, que se encontró con el público camino de casa para comer; el que se paraba a aplaudir el paso de los rodadores buscaba la sombra de los árboles, más tupida en los mutilados Jardines de La Rubia, donde se concentró un mayor número de aficionados antes de que las caravanas afrontaran las rectas de Parque Alameda, asoladas por el mazo que golpeaba las horas centrales del día.

Imagen principal - El rugido del 'Pinarmalet'
Imagen secundaria 1 - El rugido del 'Pinarmalet'
Imagen secundaria 2 - El rugido del 'Pinarmalet'

La rutina empezó a romperse con el desvío en la Plaza de Castilla y León. Allí las terrazas estaban atestadas de aficionados, que entendieron como una buena idea ver el paso de los ciclistas sentados y con una cerveza en la mano. Nada que reprochar. Los que no encontraron sitio avanzaron por la calle Miguel Delibes, amparados por las primeras nubes que firmaron una tregua con el calor, hasta la curva de noventa grados por la que se accede a la Cañada Real. Los corredores que buscan la victoria se tumban casi sobre el asfalto y los paseantes ponen a prueba la calidad de las cámaras de sus móviles; también es una zona residencial bastante poblada, con familias jóvenes con niños que quizá disfrutaron por primera vez de este deporte en directo, más allá de las retransmisiones veraniegas del Tour.

La Vuelta de 1979 hizo parada y fonda en la Cañada Real con una etapa de dos sectores en línea y crono individual

Dejamos el colegio del Pilar a la derecha, atravesamos la pasarela que se eleva sobre la ronda, hemos dejado las viviendas atrás y el camino parece inhóspito. Pero no. Empieza a latir el ciclismo del bueno. Aficionados y globeros, amigos y familiares, van con sus bicis por la arteria verde que conecta el corazón de la ciudad con sus pulmones: El Pinar; a la altura del PRAE se empiezan a ver caravanas con mesas repletas de viandas, la Vuelta es una fiesta, el suelo recién asfaltado ya está decorado con una pintada enamorada a Perico y un homenaje a Bahamontes. Como era de esperar en un pueblo tan sabio como el pucelano, el repecho que enlaza la Cañada Real con los Talleres del Pinar estaba atestado de público.

Allí se citaron los clásicos maillots de lunares, el duende eléctrico y hasta el tema 'Me estoy volviendo loco' de Azul y Negro

A falta de Angliru o Tourmalet, Valladolid se conforma con esta tachuela para vivir la carrera con ambiente de Tour. En las cunetas hay caravanas con banderas de Flandes y Bretaña, un aficionado en bici ondea la de Eslovenia de Roglic, surgen los clásicos maillots arcoíris y de lunares, también vintage con los colores del Bic y del Reynolds, por supuesto, camisetas blanquivioleta, gorrillas setenteras, hasta suena por un momento el 'Me estoy volviendo loco' de Azul y Negro, bicicletas tiradas de cualquier manera en los taludes, manteles sobre la pinaza. Ciclismo en estado puro. La llegada de un ciclista no la avanzaban las sirenas de la Guardia Civil, sino el rugido de los aficionados que estrechaban la carretera para estar más cerca de las dos ruedas. '¿Quién era?', preguntaban después de pasar.

Todos los bosques esconden sus duendes, y el del Pinar de Antequera, por lo menos por un día, era El Duende Eléctrico, con su mono naranja, sus pedales estáticos y esa voz cazallosa que cantaba a los chorizos y a los bichos del pedal; un coche de la carrera paró a su lado y desde la ventanilla trasera le tiraron unas fotos. Seguro que en la cena se preguntaron qué fantasías esconde esta ciudad. El Pinar, a la altura de las piscinas de Fasa, recordaba el de los domingos de la infancia, con familias en las que los padres consultaban en sus móviles quién era el siguiente ciclista en pasar, y así atender las impacientes preguntas de los hijos.

El giro de izquierda hacia la ciudad vació las calzadas de espectadores. Una parada a la altura del colegio Ave María permitía coger unas referencias de tiempo, unos metros más allá, en la suave pendiente que conduce al hotel Lasa, volaban como flechas los ciclistas, con ese silbido de máquinas tan particular que se confundía con el rumor que llegaba desde la distancia, y que sólo podía significar que los más grandes, los Roglic, Vingegaard y Evenepoel abrían las cremalleras del 'Pinarmalet'. Hasta tan lejos se escuchaba su rugido.

La entrada de la ciudad devolvió al público a las calles y las glorietas. Banderas de España y la vocecilla de una niña que preguntaba con inocencia, '¿es español?', al paso de Marc Soler; otro espectador, también con infantes abanderados, animó con fuerza a Landa, '¡vamos, Mikel!', y casi se atraganta porque de inmediato repitió '¡vamos, Remco!', señal de que la carrera estaba llegando a su desenlace en el frente sur de Valladolid. El maillot rojo de Sepp Kuss lució como el farolillo trasero de un viejo tren, justo a la altura del Colegio de la Asunción, sede presidencial, y su destello anunció el fin del cuento. Unos metros más allá desmontaban las vallas.

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