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Fernando Quevedo. Carlos Espeso
Memorias de un 'farolillo rojo' de Valladolid en el Tour de Francia
Ciclismo

Memorias de un 'farolillo rojo' de Valladolid en el Tour de Francia

El vallisoletano Fernando Quevedo es uno de los cinco españoles que han acabado la ronda gala ocupando el último y a veces preciado último lugar

Jesús Domínguez

Valladolid

Lunes, 25 de julio 2022, 00:59

El arte ha guardado a veces un espacio al derrotado, al considerado un maldito o simplemente al sufridor. No son, sin embargo, las crónicas de deportes adalid de ellos; cuando una competición acaba, aquel que ve los focos iluminar por encima de su cabeza es quien gana. Reza el título de la película de Urbizu que 'No habrá paz para los malvados'. «Del que es último nadie se acuerda», afirma uno que lo fue, en esa meta de París donde ayer terminó el Tour de Francia, hace 30 años. Se equivoca a sabiendas Fernando Quevedo; reconoce que hay instantes en los que vuelve a la palestra su nombre, cuando se recuerda a los 'farolillos rojos' y qué españoles lo fueron. No le sienta ni bien ni mal, es algo que sucedió y que sufrió, ya que si hay algo inherente al pedaleo es que «en el Tour se sufre cada día».

En el mundo actual, las gestas se cuentan por 'tuits' y se miden por lo virales que se vuelven, por más que al rato se olviden. Hace unos días Fabio Jakobsen salvó por apenas 16 segundos el fuera de control y su agonía subiendo 'a chepazos' la definitiva rampa de Peyragudes visibilizó ese otro Tour que a menudo no se ve, pero que se corre. Merced a lo invisible, a la cadencia constante, costosa y doliente durante varias etapas, Jakobsen pudo alcanzar la meta de París, donde esprintó, si bien solo pudo ser decimotercero.

La etapa de Sestrières

Una manía de la modernidad es la de 'rankear' cuanto sucede. En las clasificaciones que se hacen de las mejores etapas del Tour de Francia suele estar una acabada en Sestrières, en 1992, en la que Claudio Chiappucci buscó poner en jaque a Miguel Indurain, que resistió el embate. Quevedo, que militaba en las filas de modesto Amaya Seguros, pasó las de Caín para evitar el fuera de control por un par de minutos. Al llegar, hubo quien le preguntó por 'Miguelón', cuando su batalla era otra. «Yo lo único que dije es que descansaba todos los días una hora más que yo. Después de esa etapa tuve que buscar dónde estaba mi hotel con una linterna», explica. El tiempo que tuvo que pedalear fue de ocho horas, 24 minutos y 10 segundos. «Salimos subiendo. La etapa era un encadenado con puertos y que tenía más de 250 kilómetros. En un momento, recuerdo un cartel que ponía 'sommet, 39'; cima, 39 kilómetros. Era L'Iseran, a mitad de etapa», narra.

El Amaya Seguros lo dirigía un vallisoletano, Javier Mínguez, con quien Quevedo se ha reunido este Tour para seguir la carrera. De lo que vivieron juntos recuerda con nitidez el rictus de los ciclistas. «El Tour es extremo siempre y siempre se marca en las caras. A Quevedo yo le vi etapas buenas, en las que iba muy bien, y otras en las que le costaba llegar a meta, en las que tenía que apretar para salvar el fuera de control, como aquella», rememora. «Ahí está la grandeza del Tour: nadie se libra del día malo, aunque estén los mejores», y para muestra, «lo de Jakobsen». Como director, pondera Mínguez que lo que cabe hacer cuando un corredor sufre a cola del pelotón es «darle lo que necesite para que salve el mal momento». Eso sí, la bici no engaña. «Ahora hay más recursos y medios, pero la fatiga es la misma; si al dar pedales la bici no anda...». Es que algo falla. O que la carrera no está para uno, simple y llanamente. Eso le pasó al vallisoletano, que no iba como aguardaba: como para estar «en medio de paquete».

El hombre de equipo

«Yo no tuve ningún contratiempo ni fui víctima de ninguna caída; fui último por circunstancias de la carrera que te van viniendo. Si fuera por enfermedad o por una caída... Vaya tortura», suspira el 'farolillo rojo', que, aun así, se ha visto reflejado en la agonía de los rezagados de este Tour. Corredor catalogado como gregario, tenía Quevedo la labor de acompañar a Fabio Parra o 'Lale' Cubino, que acabaron abandonando. «Sin ser escalador o rodador, para arriba me defendía. No llegué muy bien, aunque esperaba ir a más según avanzase el Tour. Al final, me tocó esperar en alguna etapa a los que iban aún peor que yo, que no iba bien, pero tampoco con motivos para retirarme», confiesa quien, más que de la labor del gregario, prefiere hablar del rol de «corredor de equipo». «Como cada uno en su trabajo, el hombre de equipo tiene una función que hacer: tirar de un compañero, protegerlo, marcarle el ritmo... Y para eso hay que tener motor. Imagina qué función puedes hacer quedándote en el primer puerto, sin poder subir ni un bidón en los momentos cruciales», razona. Descarta Quevedo, si le preguntan por ello, que ser 'farolillo rojo' tuviera para él atractivo, y eso que ser último, a veces, lo ha tenido.

La carrera de caracoles

La primera batalla documentada por ser último en el Tour es la que libraron el austríaco Gerhard Schönbacher y el francés Philippe Tesnière en 1979, que acabó con el galo descalificado por perder demasiado tiempo y con su rival llevándose el premio económico –que lo había– por arribar a París último. La última que se libró de manera consciente data de 2008, cuando el belga Win Vansevenant retó a «una carrera de caracoles en los Campos Elíseos» a otro austríaco, Bernhard Eisel, que tenía casi un minuto de ventaja sobre él. Llegaron juntos, a 1:08 de Gert Steegmans, último vencedor... y Vansevenant logró el objetivo de ser el último clasificado por tercera vez consecutiva.

Aun conociendo esa mística, o el hecho de un patrocinador haya regalado este año unas vacaciones a Caleb Ewan, último clasificado, la gloria para Quevedo era llegar. «El Tour de Francia es la verdad del ciclista, la reválida. Es donde te das cuenta de que el dolor es una parte de tu trabajo, porque está presente desde el primer día hasta el último. Es donde corren los mejores escaladores, los mejores contrarrelojistas, los mejores 'cazaetapas'... No tiene nada que ver con nada; te lleva al límite», resopla el exciclista vallisoletano, como si entornando los ojos volviera a Sestrières o a esa última vuelta al circuito final de los Campos Elíseos. Mínguez, que le acompañaba desde el coche en el 92, coincide: «Es único; inmenso. Es la guerra que todos sueñan ganar y que se convierte en supervivencia». Y a los supervivientes, aunque sean últimos como Quevedo, se les recuerda.

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