A veces las historias molan más en resumen que ocupando quinientas páginas. Vamos, que 'Cien años de soledad' guay, pero todas esas series que podrían resolverse en siete capítulos y se alargan hasta los siete años pues... ahí ya no. Y nos ocurre algo parecido ... con él. Él. Indurain. Con Indurain y su paso por la Vuelta a Castilla y León, nada menos. ¿Cómo? ¿No se saben este relatillo? Esperen, esperen, que tiene lo suyo...
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Ustedes piensan en Miguel Indurain y lo ven vestido con el jaune o con la maglia rosa (ay, pero qué bonita es la maglia rosa, regálenme una maglia rosa, talla xxl-escritor haragán). Vamos, el Miguel de los Giros, y de los Tours, la máquina infalible en primaveras italianas o julios franceses. Como mucho, y si son fans, pero fans de los buenos, pueden verlo con el arcoíris (contrarreloj, que Duitama da para nueve novelas, catorce ensayos y tres noches sin dormir) o con aquellas cosas tan futuristas (pero futuristas noventeras, que es como decir horteroides, porque los temas así modernuquis se escapan a lo posmoderno y tienen cero actitud irónica, con la mucha aptitud irónica que arrastran) en los récords de la hora (el que salió y el innombrable). Que eran buzos pintorescos, yo eso no lo voy a discutir, pero le caían mal a Miguel, tan colorinchis, tan prietos, tan «es como si no llevara nada, no llevara nada». Ay.
Pero hubo un Miguel anterior. Bueno, sobre todo anterior, pero también contemporáneo a todas estas cosas. Un Miguel que fue fogueándose en las pruebas por etapas que surtían el calendario español en aquellos tiempos. Y era foguearse mogollón, aquello, porque había vueltas para aburrir, que cada sitio tenía su vuelta, y también había muchos equipos, y algunos de ellos apenas competían al norte de los Pirineos, y entonces se dejaban todas las plumas en objetivos locales, y guerra, guerra por todos los lados. Sumen carreteras tipo 'años ochenta', sumen bicis tipo 'años ochenta' y sumen el cuerpo de Miguel, que también era un Miguel tipo 'años ochenta' y verán que el tío salió indemne de auténticas trampas para osos.
Indemne y vencedor. Que eso, no luce tanto como los pódiums en París o Milán, pero tú te miras el palmarés indurainesco y apenas faltan 'tips' color verde. ¿Vuelta a Galicia? Ganando. ¿Valles Mineros? Arrase en 1987, pajarón seis años más tarde. ¿Murcia? Ok. ¿Volta? Tres veces. ¿Euskal? En aquel 1996 maldito, como Asturias. ¿Burgos, Valencia, Setmana? Etapitas aquí y allá. ¿Vuelta a Cantabria? Jornada reina de 1988, esa donde subían Alisas, Cruz de Usaño y Fuente de las Varas, la del final en Astillero con su repechón donde iba moviendo Miguel unos siete mil vatios (a ojo). Un Pantagruel en bicicleta, denme todo para mí.
Ah, y también estuvo, claro, en Castilla y León.
Solo que lo de Castilla y León no era Vuelta a Castilla y León sino Trofeo de ciclismo Castilla y León y tenía ese formato tan particular de que puedes abandonar una jornada y salir a la siguiente, o hacer todo desde la etapita tres y no cansarte demasiao. Perfecto para después del Tour, que venimos con fatiga, del Tour, que ha salido duro, el Tour, con ese Rominger prueba que te prueba, con lo de Monthléry y la fiebre. Y, bueno, que fue en 1993 cuando ganó Indurain en Castilla y León, le pongan ustedes el apellido que le pongan a eso de Castilla y León.
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Era prueba con equipos españoles y hasta algún amateur en formato selección (el local Domínguez hizo una carrera interesante y terminó cuarto, luego se hizo especialista en este tipo de vueltas), pero es que de aquellas había equipos españoles para hacerte pelotón bien cuco, y tampoco tenían que venir retales de fuera para completar horas de tele. Porque estaba Indurain, claro, e Indurain te metía más minutos en pantalla que las mamachicho, Hulk Hogan o Mulder y Scully. Vamos, que ibas sobre seguro. Si hasta las caretas para este Trofeo en el resumen de nocturno mostraban el rostro de Miguel...
Y, en fin... ya puestos, pues tampoco te vamos a decepcionar, ¿no? Veintiún días desde lo de París (como una Grande), y madrugón curiosete, que anduvo Miguel corriendo «La Indurain» (una cicloturista) antes de irse para Valladolid. Solo un ratuco, para soltar patitas, imagino. Luego... pues eso, primer parcial, crono, por Parquesol. Como en la próxima Vuelta a España, solo que esta era (aun) más corta, que pasaba a duras penas de los siete kilómetros, que lo hizo todo Miguel (salir, lanzar la bici, apretar esos pistones loquísimos que tenía por gemelos, poner cara de sonrisa-pero-no-sonrisa que aun aparece en las pesadillas de Bugno) en menos de los ocho minutos treinta segundos. Ya ven, un desperezarse, un no bostezar. Maillot de color tinto (pero tinto rojo, tinto rojo de narices, tinto que te lo bebe con gusto Lestat de Lioncourt), cuatro etapas que faltan con menos desnivel que mis salidas de entrenamiento. Vamos, que pinta esto sabrosón para Indurain, que pinta a muesca nuevecita en su palmarés. A ver, es lo que quería yo, y usted, y usted, y los organizadores, y los periodistas, y los que ponen las vallas y hasta su abuela, que dice que parece muy buen chaval, Miguel. Quizá a quien menos le importe todo el asunto era al mismo Miguel, que ya sabemos, sí, cómo es el mismo Miguel...
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Ojo, clasificación de campanillas, no vayan a pensarse. Pódium con más espesor que el de algunas Vueltas a España. Primero Indurain, segundo Abraham Olano, tercero Antonio Martín Velasco (que era, entonces, la gran promesa... inmensa desgracia, recuerdo eterno). Un Indurain-Olano en contrarreloj... primera entrega del clásico. Como Rocky I, que no era Rocky I sino solo Rocky. Pues igual. Luego Jalabert, Domínguez, Mauri. Tres ganadores de la Vuelta entre los seis primeros, el pentacampeón del Tour, el hombre a quien el destino arrebató sus coronas por venir.
Da para póster, sí, esa clasificación...
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El resto... bueno, a ver, el resto no tanto. Mola, porque hay nombres que reconoces, nombres que suenan a tardes de infancia, de calippo limalimón, de flash a duro, de cuánto calor hace... Pero tampoco nos van a salir aquí Merckx, Maertens y Anquetil. Ya lo siento, yo hice lo mío. Sucede que el organizador te pone la crono el primer día y luego cuatro planicies como para ver venir de lejos a los malos. Y, hombre, así no hay manera. Saldaña, victoria de Guenetxea. Salamanca, parcial para Alfonso Gutiérrez, que llevaba una temporada majísima, que era un sprínter de bolsillo con cuádriceps cual cajigas gordas del monte. Menudo botín del Artiach, por cierto, como para repartir chiquilines y princesas a todo el público.
Y eso... dos más. Trobajo del Camino y Ángel Edo, Benavente y Laurent Jalabert. Ya ven, clasicotes de los grandes, apellidos que ibas viendo repetirse aquí y allá por el calendario español. Edo acabó ganando dos etapitas en el Giro, Jalabert ganó todo lo ganable (salvo aquello que no podía ganar, aunque algunos quisieran) y es una leyenda en esto de depilarse las patas y ponerse pantalones muy justos...
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Claro que para leyenda, pero leyenda gordísima... Indurain. Que se proclama vencedor absoluto, y que ha sudado de narices, porque hizo calor, pero igual te saca una media de pulsaciones sobre cien, que siempre fue de pulsaciones bajas, Indurain. Vamos, que esfuerzo contra el crono, control del equipo, ataques con menos peligro que un cachorro de golden retriever y a seguir sumando victorias. Siempre gusta, claro, seguir sumando victorias. De Benavente viajó Indurain hasta Oslo (supongo que pasando por Madrid, porque la conexión Benavente-Oslo es complicada), y allí fue subcampeón mundial, pero debió ser campeón mundial, porque el campeón mundial, un tal Lance Armstrong, no tuvo recorrido apenas en cosas de bicis, que solo siguió de pros hasta 1998, y ganó cosucas, pero nada loquísimo, y su palmarés oficial sale en blanco desde agosto de ese año...
(Dime tú si no hubiese quedao mejor Miguel con el arcobaleno)
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Ah, ¿quieren un epílogo bien chulo? Indurain volvió al año siguiente. Al Trofeo de ciclismo Castilla y León. Y ganó etapa, claro. Una crono. No trincó más asuntos porque anduvo retirándose aquí y allá, que estaba a los proyectitos del Récord de la Hora, icono absolutamente pop y mamarrachesco de lo que significaba (de lo que significó) el navarro en aquellos años noventa. Una locura colectiva que hoy ni creemos haber vivido...
Pero esa es, sí, otra historia.
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