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En los primeros noventa, ya septuagenario, Miguel Delibes acudía con regularidad al 'consejillo'. Nacido para respaldar al director de El Norte de Castilla durante el franquismo, este consejo de dirección informal sobrevivía como una venerable tertulia en la que el escritor ejercía con naturalidad su ... magisterio. Allí estaban cada martes Fernando Altés Villanueva, Alejandro Royo-Villanova, Manolo Delibes, Rubio Sacristán, en alguna ocasión el director Fernando Altés Bustelo y Pepe Jiménez Lozano, que entraba y salía. Después se incorporó María Eugenia Marcos. Delibes sacaba sus recortes:
− ¡Muy buena la foto de las cencelladas! Hay que publicar más como esa.
Se irritaba porque habíamos retirado el tratamiento de usted o ante la noticia de una injusticia. Aplaudía con entusiasmo las buenas historias, las exclusivas de última hora o un hallazgo léxico que le llamara la atención. El viejo periodista resurgía con juvenil entusiasmo cuando aportaba el contacto de un especialista o contribuía a idear un nuevo suplemento de Economía, y se olvidaba de que, poco antes, se había lamentado con amargura:
−Íñigo, qué duro es envejecer.
Frente al coqueteo entre periodistas y políticos, propugnaba vehemente un sano alejamiento. Defendía cualquier iniciativa de mejorar el periódico y ponerlo al día. Abogó porque El Norte incorporara la documentación, el diseño periodístico y los gráficos informativos. A la vez sostenía que, como los jardines ingleses, una de las virtudes del diario era su longevidad:
−Hay que cortar el césped cada semana, y así durante cien años.
Su carcajada resonaba en el viejo edificio de Duque de la Victoria cuando, para deleite de los demás tertulianos, compartía una ocurrencia de Umbral, con quien había hablado ese día:
− Este Paco, qué cosas tiene. Ya le he dicho: ¿Cómo van a darte el Cervantes, si te llevas mal con todo el mundo?
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