Secciones
Servicios
Destacamos
Ni la imposibilidad de juntar a Miguel, Elisa y Germán Delibes de Castro en el salón de actos de la Biblioteca Nacional, ni la ausencia de público presencial restaron interés ayer a la amena, entrañable y divertida charla entre los tres hijos mayores de Miguel ... Delibes moderada por Jesús Marchamalo, comisario de la exposición 'Delibes'.
El Delibes más íntimo, convocado ayer dentro del programa de actividades complementarias de una muestra que en diciembre recalará en Valladolid, vino a confirmar una vez más que la existencia de Miguel Delibes siempre discurrió en los márgenes de la más absoluta normalidad, con viajes en coche con pequeños accidentes, como cuando el padre y conductor Delibes pilló la mano de su hijo el niño Germán con la ventanilla de un Seiscientos en Mallorca. O como en aquella foto de 1960, o 1961, en la que aparecen en los Campos Elíseos con el Arco del Triunfo al fondo. «Esa foto me recuerda la sorpresa que me provocó entonces, cuando Germán y yo ya estábamos invadidos por la vocación cinegética, que los pájaros en París fuesen tan dóciles y los parisinos tan civilizados. Tantos pájaros juntos y nadie tirándoles piedras. Eso en Valladolid no habría pasado», recordaba Miguel, el primogénito. De aquel viaje, en coche desde Valladolid, apretados todos, otra anécdota. En el tramo Burdeos-París, la gendarmería obligó a parar al descendiente de franceses para recetarle una multa por pisar una línea continua. «Es que no lo sabía, se defendía mi padre, en España las carreteras no estaban ni pintadas», recordó Germán, que coincidió con sus hermanos en describir a Miguel como un conductor prudente.
Las fotos de los Delibes viajando en familia convocó otro recuerdo de los hermanos, cuando escribían un diario del viaje en el que cada día le tocaba escribir a uno, empezando siempre por Miguel padre, para seguir por Ángeles y luego los hijos en orden de edad.
Miguel Delibes, tercero de ocho hermanos, fue a su vez padre de una familia numerosa: siete hijos, y una casa, cuentan, de mucho jaleo, en la que a veces era complicado trabajar.
«Pero no éramos traviesos ninguno. Siempre decían que yo –Germán– era el más trasto, pero no estoy de acuerdo». Otra foto, con Miguel padre tirándose a bomba en la piscina de Sedano con un salto con el que salvar una valla le lleva a Elisa a concluir: «Al final hacía él las travesuras».
Casi como otra travesura del falsamente serio escritor, la acaecida en el más histórico parque de Valladolid, que Elisa relata sin poder contener la risa: «Un día, en pleno paseo de mi padre por el Campo Grande, una maestra con una treintena de escolares le reconoció, pero se puso tan nerviosa que se equivocó de Miguel». «Niños, id a saludar a aquel señor, que es un personaje ilustre... ¡Miguel Boyer!» Y, obedientes, allá fueron en tropel los alumnos a pedirle un autógrafo al autor de 'Los santos inocentes', inocente también de la expropiación de Rumasa. «¡Un autógrafo, don Miguel». Entusiasmo que extrañó al autor. «Pero, ¿sabéis quién soy?» «Claro, Miguel Boyer», contestaron. «Y así fue que mi padre, que odiaba firmar autógrafos, rubricó un Miguel Boyer en los treintaytantos cuadernos de aquellos escolares de una despistada docente».
En la distendida charla también salió a colación el recuerdo de una mesa de pimpón en los primeros veraneos en Sedano que cumplía una doble misión, escritorio de don Miguel por las mañanas y por las tardes, ahora sí, escenario de partidas de tenis de mesa donde el escritor se mostraba como un fino estilista de la disciplina oriental pero superado a menudo por el juego menos ortodoxo y más contundente de su primogénito.
Dos grandes preocupaciones del novelista que hizo de las actividades al aire libre su modo de vida ideal y que intentó inculcar ese espíritu a sus hijos: La obligación de que aprendieran a nadar casi al mismo tiempo que a andar. «Quizá marcado por los muchos ahogados que vio en su etapa en la Marina», aventuró el primogénito. Esa imposición traía aparejada la recompensa al que lo conseguía –diez brazadas estilo perrito sin irse al fondo– de una invitación a comer arroz con bogavante en un restaurante.
Con afán similar, Delibes se preocupó que sus hijos aprendieran a montar en bici. «Fuimos heredando la bici con la que hizo los cien kilómetros de Molledo a Sedano para ver a mi madre y la que formó parte del regalo de bodas que le hizo (la Velox amarilla). Con la aversión que siempre mostró por el consumismo injistificado, al escritor preocupado por el medio ambiente le espantaría la cantidad de bicicletas que por regla general las familias guardan sin uso en sus casas.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.