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La orogenia alpina tuvo la culpa. Hace algo más de 50 millones de años, las grandes placas tectónicas de África y del subcontinente indio chocaron contra Eurasia. Y provocaron un pliegue montañoso que se extendió desde Salamanca hasta el Himalaya. La Península Ibérica se inclinó entonces hacia el Atlántico. Y el Duero se tuvo que abrir paso a bocados hasta el mar. Así se desató la belleza. Así nacieron los Arribes. Aquellos «tajos adustos» que dejaron mudo a Unamuno. Él, que nunca paraba de hablar.
«Dos provincias, dos países», reza el lema del Parque Natural Arribes del Duero. Los países son España y Portugal. Y las provincias, en nuestro caso, Salamanca y Zamora. Únicamente la de Salamanca, si al final concentramos la mirada en un territorio asumible alrededor de Aldeadávila de la Ribera. De mirador en mirador sobre abismos que en algunos puntos del parque alcanzan cuatrocientos metros de altura.
Aldeadávila ejerce como capital de la comarca de los Arribes salmantinos. Allí comienza una ruta impresionante que busca pájaros, oteros, cascadas… y buenos alimentos. Porque el territorio, aunque vertido sobre el Atlántico, goza de un microclima mediterráneo donde se producen buenos vinos y mejores aceites. Y naranjas que en temporada no tienen rival. En su casco urbano se puede admirar la señorial Torre de Aldeadávila, fundada como parte del alcázar militar del infante don Pedro de Molina y Aragón en el siglo XIII. Y el museo de Las Majadas Arribeñas, donde se reseña el tradicional modo de vida de los cabreros.
Quesos con marca de garantía propia, embutidos de ibérico, patatas meneás, judías pintas con arroz, cabrito, cordero, ternera morucha o sayaguesa, peces fritos de río, verduras de la huerta en variedad... la carta de la comarca es ciertamente reseñable. Y se acompaña, además, de una vieja receta medieval. Del mar pero muy de tierra adentro: el bacalao. Preferentemente con pisto o al ajo arriero, que aquí son los principales. Una invitación que raramente falta en las mesas del lugar. Y con el bacalao, aceites de primera y vinos con personalidad, de la DO Arribes. Todos según la fórmula magistral que combinan sus uvas principales –la Juan García, la rufete o la tempranillo–, con las incursiones autorizadas –garnacha y Mencía–, que dan lugar a una infinidad de matices. Eso en los tintos, aunque quizás para el bacalao no vengan nada mal los blancos. En este caso en mixtura de malvasías, verdejos y albillos. Delicioso.
Así que no es de extrañar que en el menú local los quesos, sobre todo los de la marca de garantía Arribes de Salamanca, tengan un protagonismo especial para iniciar o terminar la buena mesa. Como también lo tienen los elegantes vinos de la DO Arribes, en cualquiera de sus diecisiete bodegas. Eso sí, después de comer habrá que ir con cuidado, porque desde Aldeadávila parten caminos amenos que conducen a miradores maravillosos. Y no conviene venirse abajo. Apenas a cinco kilómetros se encuentra el parque del Llano de la Bodega. De allí parte la senda que conduce hasta el mirador del Fraile, colgado sobre la presa. Y también la que lleva hasta el más célebre mirador del Picón de Felipe. ¿Que quién era Felipe? Pues un vecino de Aldeadávila enamorado de una portuguesa, que dicen que se empecinó en lanzar piedras desde arriba para tratar de taponar el río, y poder pasar así cada al otro lado para estar junto a su amada...
Desde lo alto de cualquiera de estos miradores se toma conciencia de lo que en verdad son los Arribes. En el tramo final del río Uces se encuentra una de las joyas más deslumbrantes de todo el parque: la cascada del Pozo de los Humos. Cincuenta metros en vertical, lo que la coloca por delante de otras vecinas, como la del Pozo de las Vacas o la de la Cola de Caballo. Hasta allí se llega por Masueco, siguiendo la senda de la Roblea y jugándose el tipo en los pasadizos o, para los prudentes, conduciendo un poco más allá, hasta Pereña de la Ribera, y tomando ahí el camino de la Palla Rubia. El verano es un continuo pulular de caminantes. Pero el invierno ofrece un espectáculo íntimo, rabioso. Una visión que, en este caso, no hizo callar a don Miguel de Unamuno, sino que le impulsó a escribir: «En la cascada misma, por donde se despeña, (el agua) preséntanos una vena compacta, una columna que acaba por parecer sólida. ¡Enorme fuerza la que sin aparato alguno, con la sencillez del coloso, despliega!».
Y pues estamos con el agua, podría ser menester que buscáramos un rato para bajar hasta la Playa del Rostro, de donde parten los catamaranes que recorren los fiordos por el embalse. Hay que mirar bien, porque por estas fechas sólo hay un barco diario los sábados, domingos y festivos. Y si se pierde el barco, tampoco pasa nada. Basta con disfrutar del espectáculo que nos ofrece la naturaleza allá donde ponemos los ojos. Y con mirar, con tocar el agua del padre Duero. «Estaríase uno las horas muertas contemplándola fluir», que diría don Miguel el salmantino, el de Bilbao.
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
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