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La escena es inquietante. Arriba, los hombres curiosean, pero mantienen las distancias. Abajo, las mujeres se emplean en algún tipo de rito de iniciación. Están dirigidas por la gran matriarca. Es fácil distinguirla. Por su tamaño y porque es la única a la que el pintor del Calcolítico ha representado con pezones. Son apenas dos puntos en la pintura, pero representan con nitidez la autoridad. Las figuras humanas son muy sencillas. Un eje vertical, un arco para las extremidades superiores y otro para las inferiores. Y un gran falo, como una tercera pierna, para distinguir a los chicos de las chicas. La vida bulle en esta instantánea tomada cuatro o cinco mil años atrás, en el abrigo de los Peñascales. En el edén perdido de Valonsadero.
Pero hay mucho más. Por las Covatillas, por el covacho del Morro, por la Lastra y por el peñón de la Visera discurre una impresionante senda, en once estaciones, que resume a la perfección la riqueza rupestre de este entorno. Más de medio millar de motivos, entre figuras humanas o de animales, y símbolos totémicos y misteriosos. En el abrigo del Mirador se puede admirar el catálogo de actividades de aquellos sorianos primitivos: la caza, la recolección, el pastoreo, los rituales religiosos. Un ciclo que se completa en el peñón del Majuelo con dos labores más: la labranza y el cerco del ganado. Nada que nos sea ajeno.
La técnica es elegante. Trazado del perfil de las figuras y, después, relleno del interior con tintas planas. Aplicadas con los dedos o con sencillos pinceles de pluma o pelo de animal. O con rudimentarias 'espátulas' de madera. Siempre en rojo, como corresponde al pigmento ferruginoso que sangran estas piedras. Una expresión local, en pleno corazón de Castilla, enigmáticamente emparentado con las joyas del Arco Mediterráneo. Un viaje en el tiempo que demuestra que mucho antes de que los romanos construyeran su calzada éste era ya un espacio de vida y de arte.
La familia Molina Parra regaló sus tierras del monte Valonsadero al rey Alfonso, el de Las Navas. Y éste se lo cedió a su vez la ciudad. Más tarde, con el fuero de Alfonso el Sabio, los hombres del rey dictaron normas de aprovechamiento: la caza, la recolección, los pastos, el uso forestal… Igual que en la Edad del Bronce, pero por escrito. Con la piedra que sirve de lienzo a estas pinturas se construyeron los arcos maravillosos de San Juan de Duero.
Al igual que los ganaderos de hoy, los hombres del Bronce cuidaban con esmero de sus vacas. Por eso, entre los alimentos de Soria, las carnes tienen siempre sabor atávico. Inmemorial. Ya sean chuletones ya lechazos o calderetas. Junto a las carnes, uno de los grandes tesoros del Valonsadero, como de buena parte de la provincia, son los hongos. Cardo, senderillas, boletus y níscalos. También la amanita caesaria: oronja, huevo de rey... la seta de los emperadores romanos, vaya. En Navaleno concluyeron el pasado fin de semana sus Jornadas Micológicas. Y en Soria capital, entre el 11 y el 24 de noviembre, tendrá lugar la Semana de la Tapa micológica. Para volverse loco. Este año no toca Soria Gastronómica, pero al que viene sí. También por estas fechas. Si hay un paraíso para los amantes de las setas, está en Soria.
El año entero, si lo miramos bien, gira por estos pagos siempre en torno a la gastronomía. Las setas del otoño y, enseguida, las trufas del invierno. La trufa negra, el diamante de Soria, tiene jornadas y mercado propio entre enero y febrero. Casi coincidiendo con los días de exaltación de la puercoterapia, cuando el cerdo desplaza a la vaca y al cordero y se convierte en rey. Sin darnos cuenta, en primavera llega la Semana de la Tapa. Y en mayo, las jornadas de la cuchara y el tenedor. Platos que suenan siempre a gloria: sopa de cachuela, ajo carretero, pitanza soriana, morcilla dulce, caldereta de pastor, garbanzos de Cuaresma, cangrejos de río, patorrillo… Y los torreznos de Soria: casi la muerte, con denominación de origen. Y la mantequilla dulce soriana. Y la tarta costrada. Y las paciencias de Almazán, las tortas de leche, los chicharrones, los lagartos de Berlanga de Duero... Vino de la ribera o limonada. Y mucho orujo con miel. Orumi, como los padres arévacos.
Zona natural de esparcimiento y monte de utilidad pública, Valonsadero está situado a ocho kilómetros de la capital. Dentro de su término municipal. Perfecto para desplazarse por su carril en bicicleta. También para ir en coche. O para correr. Fermín Cacho, Abel Antón o Reyes Estévez han hecho de éste su teatro de operaciones. Más allá de las pistas, los restaurantes o los merenderos, de aquí parten nuevas sendas que nos invitan a perdernos entre robles, fresnos, pinos o quejigos. O a buscar los caminos de las fuentes y los manantiales. Quizás a descubrir al paso algún corzo, o una gineta, o una garduña. Desde luego, un milano real, por más que la especie ande en el filo de la extinción.
Otra locura diferente es si decidimos ir al Valonsadero en junio, por las fiestas de San Juan. Entonces sí será posible constatar de qué manera este monte ancestral permanece anclado en el corazón profundo de los sorianos. Como lo estuvo en los tiempos en que los hombres del Bronce rendían culto al sol, a los astros o a los toros. Como lo ha estado siempre a lo largo de los tiempos.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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