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El río Alberche, a su paso por el puente románico de Navaluenga. Raúl Sanchidrián
De ruta: de Navaluenga a Burgohondo... y vuelta

De ruta: de Navaluenga a Burgohondo... y vuelta

El Valle del Alberche, en la espalda de Gredos, goza de un clima propio que invita a recorrer despacio sus espléndidos caminos

Carlos Aganzo

Valladolid

Jueves, 5 de diciembre 2019, 12:45

Cuando se detiene –en El Burguillo, en el Charco del Cura, en San Juan, en Picadas, en Cazalegas–, el Alberche hace honor a su etimología arábiga. Al-birka. Alberca o, más bien, embalse. Pero cuando corre, tiene otra personalidad. Otro carácter. Incluso cuando pasa sin detenerse por debajo del puente románico y lava y relava las piscinas naturales de Navaluenga. Cuando da agua a los melocotones de la comarca, que tienen bien ganada fama de dulces. De apretados. De carnosos. Cuando pone rumores en la Alameda. En el camino de Umbrías o en el del Charcón.

El río atraviesa la localidad de oeste a este. Pone nombre a este valle ubérrimo en las estribaciones de la Sierra de Gredos. Y deja al sur la Sierra del Valle, donde se cortan gargantas bellísimas y profundas. Aguas limpias que parecen desdecir el cambio climático. Porque aquí, al contrario que en otros lugares, la naturaleza gana metro a metro todo aquel espacio que el hombre abandona. Se adueña de las casas deshabitadas, de las sendas sin tránsito, del aire mismo. Y se afianza en el límite de las navas, de esas fértiles llanuras ribereñas que jalonan el río en este tramo. Navas que se cuentan, una detrás de otra, al menos hasta en número de siete. Navaluenga, Navarredondilla, Navalacruz, Navatalgordo, Navaquesera, Navalosa, Navarrevisca.

Así que '7 Navas' se llama la marca emblemática de la bodega Garnacha Alto Alberche, de Navaluenga. Cien por cien garnacha. Cien por cien ilusión en la denominación de origen para Cebreros y sus zonas vinícolas de referencia. Alto Alberche, Valle del Tiétar, Valle de Iruelas. Garnacha como la que don Raimundo de Borgoña mandó plantar, en el siglo XI, talando encinas y limpiando el monte bajo. Como la que trataron con mimo los cistercienses venidos de Valladolid. Como la que dio fama a los vinos de Cebreros en los siglos XIV y XV, cuando era propietario de estas viñas el rabino Meir Melamen. El que después cambió su nombre por el de Fernán Núñez Coronel y llegó a ser regidor de Segovia. Cepas de cultivo heroico en el desnivel cuando, en el XVII, los vinos de esta tierra, como los de San Martín de Valdeiglesias, reinaban en las tabernas de Madrid.

Vinos, en fin, para regar la extraordinaria y contundente gastronomía de la comarca. Patatas revolconas y chuletón de avileño en primer tiempo de saludo. Fréjoles mojinos y judías de El Barco. Sopas de ajo, magras, mondongo. Y el cordero y el cabrito: asados, excelentes, y aún mejor si cabe en caldereta de pastor. «Donde hay cabrito, pedir cabrito», se dice desde aquí hasta Candeleda, en el límite del Valle del Tiétar. Lo cierto es que no defrauda.

Y en otoño, setas. Ya puestos a andar, la ruta de La Lobera es un auténtico paraíso micológico. En el camino del embalse de El Burguillo, a unos pocos kilómetros de Navaluenga, surge el camino que pasa por un antiguo poblado, donde las gentes del lugar llevaban sus ganados en verano. Entonces había muchos lobos. Y ahora han vuelto. Pero quienes mandan aquí son las setas, no los lobos. Boletus, rebozuelos, champiñones silvestres, senderuelas, macrolepiotas. La lactaria deliciosus y la russula cyanoxantha. La seta coliflor. Y la serie de las amanitas: muscarias, citrinas y pantherinas. Y hasta una rareza local: la megacollybia platyphylla. Eso sí, hay que salir a setas con el correspondiente permiso del Ayuntamiento.

Puente de Burgohondo y abadía de la localidad, del siglo XII. Raúl Sanchidrián
Imagen principal - Puente de Burgohondo y abadía de la localidad, del siglo XII.
Imagen secundaria 1 - Puente de Burgohondo y abadía de la localidad, del siglo XII.
Imagen secundaria 2 - Puente de Burgohondo y abadía de la localidad, del siglo XII.

Camino de Burgohondo

A algo más de siete kilómetros de Navaluenga, cuesta arriba está Burgohondo. Señorío y concejo del valle. La aldea del Burgo del Fondo, donde Alfonso VI mandó levantar la Abadía de Santa María en el siglo XI. Abades insignes, como don Juan Dávila. Y priores de apellido santo, como Lorenzo de Cepeda, primo de Teresa de Jesús. Privilegio de heredamiento sobre las siete navas, y alguna más, concedido por Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII, para el Concejo de El Burgo. Y administración del diezmo para la Abadía, en el XIV, de Cebreros a El Barraco y El Tiemblo; de Piedrahíta a La Adrada y Mombeltrán. Media provincia de Ávila.

En Burgohondo, además de la Abadía y de la ermita de San Roque, está la antigua sinagoga del siglo XV, hoy ermita de la Vera Cruz. Pero está también, para las ansias del caminante, la ruta de la despoblación. El paseo por los antiguos barrios de Burgohondo, hoy deshabitados -Bajondillo, Fuente el Aliso, La Cendra, La Mata, Fuentebuena, Majadilla, Horno Robledo, Matalaceña- que recuerdan aquellos años en los que las faenas del campo eran incesantes por aquí. Lugares de verano, las más veces, que hoy ofrecen caminos melancólicos, donde se representa la eterna relación del hombre con los recursos naturales. Las Umbrías o las Casillas, como le dicen en Burgohondo, con sus pajares y sus hornos. Con sus cubiertas, a veces, vegetales. Sin agua corriente, ni alcantarillado, ni luz eléctrica. Puro campo en el campo, hoy mordido por el abandono. Y los caminos. Sendas con miga de una Ávila diferente, con su propia identidad.

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