andreaa d. sanromá
Lunes, 21 de enero 2019, 18:05
La pronunciación del término en inglés, 'cheese', define la sensación que provoca catar un buen queso, una sonrisa se escapa y delata al comensal. Ha sido un acierto combinarlo con mermeladas, frutos secos (nueces o piñones), manzana, albaricoques, uvas... un sinfín de variedades que junto ... a un buen vino ponen el broche de oro a la comida. Sí, la comida, porque una tabla de quesos, bien seleccionada, no solo tiene que sacarse como postre. Hay que atreverse a salir de lo cotidiano, que no tradicional, porque en otros países, como Francia y Alemania, es habitual. No se trata de copiar costumbres, sino de incorporar aquellas que nos permitan descubrir la calidad de los productos que se elaboran en nuestra tierra.
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Reconocidos a nivel internacional y nacional, podemos encontrar quesos artesanos en todas la provincias de Castilla y León. De hecho, aquí se elabora la tercera parte de la producción quesera nacional. Una cifra que llega hasta el 70% del total nacional en el caso del queso puro de oveja.
Un potencial que el sector de la hostelería aprovecha y que viene avalado por tres figuras de calidad de este producto certificadas:
la DO Queso Zamorano, la IGP Queso de Valdeón y la Marca de Garantía Queso Arribes de Salamanca, así como el impulso que la Junta quiere dar a la marca de calidad Queso Castellano.
Sin embargo, a pesar del arraigo productor y de tener unas queserías extraordinarias, «parece que falta un poco de cultura de consumo», opina Quini López, gerente del restaurante La Dama de la Motilla, situado en Fuensaldaña (Valladolid), mientras recuerda los tiempos de su niñez cuando su abuelo sacaba queso con membrillo y un vino de postre. En este sentido, Carlos Piñero, jefe de cocina del establecimiento, destaca el juego de sabores de este producto en un carrusel de quesos, aunque si hablamos de aperitivos o de acompañar un vino, el jamón, reconocen, tiene más adeptos.
Sin embargo, preparar una tabla de quesos equilibrada y que cumpla con las expectativas también tiene sus secretos. Hay que acertar con la selección, por lo que se recomienda elegir al menos tres clases diferentes e ir probando del más suave al más intenso. El corte, la temperatura y la presentación juegan un papel fundamental para que nos queden ganas de repetir. Y es que existen varios tipos de cuchillos: unos son lisos y otros con perforaciones en la hoja o con filo dentado, dependiendo de si son duros, semiduros o blandos. En este último caso, se emplea la guillotina para quesos. En cuanto a la temperatura, «hay que darles su tiempo para poder apreciar bien los sabores», señala Quini. Y en su presentación, también son importantes los «compañeros de viaje», como nueces, piñones, albaricoque, fresas, uvas, frutos rojos, fresa y... ¡el pan! Podemos optar por tostas o pan de Cerdeña, si es muy cremoso o untuoso. Lo fundamental, insiste Quini, «es que sea cómodo y fácil de llevártelo a la boca para disfrutarlo».
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Pero podemos elegir entre una larga lista de variedades, desde los más tradicionales hasta los que incorporan semillas o frutos secos. El toque más dulzón corre a cargo del membrillo y las mermeladas, perfectas para combinarlas con cualquier queso, como por ejemplo la de pimiento rojo, una interesante opción para despertar el paladar. Y si además lo acompañamos con cualquiera de los vinos de la tierra, «es una experiencia gastronómica distinta que merece la pena potenciar», consideran desde el restaurante La Dama de la Montilla.
Y para los preocupados por las calorías... un consejo, que se resume en vigilar la cantidad, la frecuencia y el nivel de sedentarismo, porque «todo en exceso engorda», apunta Ricardo Miranda, gerente de Las Cortas de Blas. Entre los beneficios y propiedades del queso de oveja, Pablo Goicoechea, maestro quesero, destaca el que «la grasa es de buena calidad, aunque eso no significa que uno pueda comer sin mesura», además de poseer un alto contenido en minerales, vitaminas y ser más digestivo.
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De leche de vaca, de cabra o de oveja es la primera división que podemos hacer en la amplia clasificación de los quesos. Y a partir de ahí, apelamos al gusto del consumidor, porque hay variedades para cualquier ocasión. Así que más allá del tradicional queso castellano, con una fuerte producción asentada en la región, la explotación Las Cortas de San Blas decidió hace una año y medio que había llegado el momento de incursionarse en la producción quesera. Un negocio que no es nuevo para sus actuales propietarios, la familia Miranda Ocaña, tercera generación al frente de unas instalaciones de ganadería ovina que comenzó en 1936 con su abuelo Fernando Miranda.
Hoy en día, se encargan de la explotación, la granja-escuela y la quesería sus nietos Ricardo, Fernando y Pady, bajo la supervisión de su padre Ricardo. Un equipo familiar al que se suma un miembro más, Pablo Goicoechea como maestro quesero.
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Estas instalaciones se encuentran ubicadas en el término municipal de Villalba de los Alcores (Valladolid), donde 900 ovejas son criadas bajo un sistema semi-intensivo. «Mi abuelo tuvo oveja castellana, después tuvimos churra y ahora estamos con la raza assaf», explica Ricardo, caracterizada por su elevada producción lechera.
Además, también se ocupan de la alimentación. «Producimos forrajes, cebada y avena y compramos maíz y soja». De esta forma, tratan de controlar al máximo la alimentación, porque todo influye en la calidad final de la leche. En este sentido, destaca además la estabilidad de la producción láctea gracias a una estudiada selección de los animales. «Buscamos más calidad que producción», puntualiza. El bajo precio de la leche en el mercado influyó en la decisión de emprender con una alternativa diferente. «Es una aberración lo que se está haciendo con la gente porque lo están pasando muy mal», apunta.
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Así que después de tres años de pruebas, fue hace tan solo un año y medio cuando lanzaron su primera producción con cinco quesos: Torozo, Quejigo, Majuelo, Azul y Blanco, que se venden en la granja y en varios puntos especializados de Valladolid. «Era el momento. Era el siguiente paso, recuperar la quesería que ya tuvo mi abuelo», dice con énfasis Ricardo en relación a la evolución de la explotación, que además dispone de una granja-escuela que lleva en funcionamiento trece años.
Junto a su compañero de estudios superiores de la Universidad de León, Pablo Goicoechea, decidieron embarcarse en esta aventura quesera, con la que de momento están satisfechos. «Estamos viendo cómo funcionan nuestros productos, y nuestra idea es hacer que el queso azul sea nuestro identificador». Explica Pablo, que por eso están mejorando la receta para marcar la cremosidad y el sabor gracias al uso del kefir, que «no es un hongo». «Es una unión de bacterias y levaduras que forma un polisacárido», aclara. De momento, la producción de queso azul es de 350 kilos; de Torozo elaboran 3.000 kilos; de Quejigo, otros 1.200 kilos –«Es el que más se asemeja al queso tradicional castellano y el que la gente más reconoce», puntualiza–; de Majuelo, 250 kilos y de blanco, 200 kilos.
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Con esta propuesta, diferente a lo que el mercado actual ofrece, además de buscar rentabilidad, «queríamos hacer algo que nos divirtiese, y esto nos gusta». «Partimos desde cero, con recetas propias, investigando», indica Goicoechea, a lo que añade Ricardo que «al hacer nosotros todo el proceso, podemos ver la evolución de cada queso, así que no te aburres».
En las propias instalaciones se encargan de recoger la leche, y en el obrador se deposita la cuba, donde, dependiendo del producto final, se seguirá distinto proceso. Por ejemplo, con los yogures, kefir y leche fermentada, «el primer tratamiento es la pasterización y después la incubación y fermentación», pero en el caso de los quesos «ahí es todo un mundo, cada uno lleva su proceso», explican. Aunque después, en la cámara de maduración, con capacidad para 12.000 kilos anuales, los quesos permanecerán desde 15 días hasta cuatro o cinco meses. En esta parte final del proceso de elaboración es fundamental controlar la temperatura (entre 8 y 10 grados), la humedad (entorno al 90%) y la renovación del aire (dos veces al día). La corriente de aire dentro de la cámara «tiene que ser muy suave, porque si es fuerte acaba secando el queso y se agrieta», puntualiza.
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Los quesos se distribuyen en unas estanterías de madera no resinosa que cumplen una triple función: ayudar a respirar al queso por la cara que está apoyada, conservar la humedad y el mantenimiento de la propia flora de la cámara. Para su disposición, se tiene en cuenta la altura y ubicación de los quesos, «para que con las corrientes de aire, la maduración sea lo más homogénea posible en la cámara», explica Ricardo Miranda, sin olvidarse de la distancia entre los productos para poder hacer el volteado de los quesos según el proceso de maduración de cada especialidad.
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