![Pequeños caprichos](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202006/20/media/cortadas/Canta-U501138637948FBD-U110560263400Jh-1248x770@El%20Norte-ElNorte.jpg)
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Los españoles somos muy de bares. Por eso, cuando salimos al extranjero e intentamos alimentar nuestra necesidad de frecuentarlos nos llevamos un chasco del carajo la vela. Así, para encontrar alguno decente en Bruselas, Berlín o Nueva York no hay más remedio que irse fijando en los nombres hasta dar con el que pone 'Casa Pepe', 'La Tasca' o similares. No obstante, sugiero huir de los que anuncian 'Omelette espagnola aux pommes de terre' o 'Spanish paella very good', porque suelen ser poco fiables. En casos así, prefiero zamparme un perrito con cerveza o irme a la cama sin cenar antes que castigarme con un lamentable 'Fish and chips' londinense. No obstante, reconozco que las pocas veces que he estado en la capital británica me he puesto ciego mezclando en el desayuno las alubias con el café, o he esperado a la hora del té para engullirme kilo y cuarto de pastas.
Pero en lo que a bares se refiere, nuestro país es otra cosa, y no lo decimos solamente los nativos sino casi todos los guiris que nos honran con su visita, y que en materia de comercio y bebercio imitan como nadie al paisanaje local. Está por la primera vez que vea a uno de ellos en Pucela o en cualquier otro rincón de la Madre Patria pidiéndose un bocata de mantequilla de maní y jalea, que en Estados Unidos llaman 'Peanut butter and jelly sándwich', o una salchicha hecha con una mezcla de cebollas, grasa de cerdo, avena y sangre, más conocida en Gran Bretaña como Black Pudding. Como he probado ambas cosas solo puedo exclamar: ¡la madre que las parió!
Una de las grandes diferencias entre nuestros bares y los de más allá de la frontera es que en España cada momento del día tiene su gancho, su tirón. A primera hora, el café bebido con una rosquilla; a media mañana, el pincho de tortilla; a mediodía la tapa que toque: desde unas lentejas con chorizo a unas patatas con fundamento, unas raspas de jamón o unas alubias como Dios manda. Y a la hora de las copas es raro que falten los frutos secos o las chuches. Dudo mucho que exista otro país en el mundo donde la oferta 'barística' sea tan amplia, variada y suculenta como la que disfrutamos en el nuestro.
Es necesario reconocer que esos establecimientos no son solo para perder la dieta comiendo tapas o cazuelitas y tumbando cañas, sino para quedar con desconocidos (o apenas conocidos) en lugares neutrales y tratar asuntos fuera del domicilio, o incluso hilvanar algún negocio o preparar una reunión de la comunidad de vecinos. Hubo un tiempo en que hasta quedábamos con el ligue reciente para iniciar el cortejo del pingüino en un sitio amigable o terminar una relación, conscientes de que nadie montaría en público una escena de llanto y morros.
Nuestros bares, nuestros queridos bares, están también para echar una partidita al mus (¿alguien sabe cómo se dice órdago en inglés o alemán?) y para leer la prensa por la cara, actividad que conviene ejercitar por la mañana, lo más pronto posible, porque a última hora de la tarde el diario suele estar un tanto desvencijado, con el crucigrama hecho, alguna mancha de grasa o de café y a veces hasta con algún teléfono anotado en los márgenes. Ahora que me he convertido en un señor mayor y casi respetable, recibo El Norte en el buzón de casa y lo recojo para ir al bar dispuesto a estrenarlo yo solito. El sonido de la cafetera, el bullicio todavía quedo de la primera hora y el olor a la tinta del periódico son el primer regalo de la mañana, que me hago a mí mismo siempre que puedo.
Aunque no renuncio a descubrir nuevos bares, busco los 'míos' de siempre porque me gusta llamar al camarero por su nombre y que él conozca el mío; necesito que sepa cómo prefiero el café, y hago cuanto puedo por encontrar la mesa o el trozo de barra más apartados del bullicio: es mi pequeña 'pijería' cotidiana, practicada mucho antes de que tuviéramos que guardar distancia de seguridad por el puto coronavirus. En ese rato, leo la información de arriba abajo, busco las diferencias entre los dos dibujos aparentemente iguales, envidio a Sansón por no tener su ingenio para resumir con dos o tres palabras lo que a mí me cuesta el triple, y queda peor. Meneo la cabeza con el editorial, leo las cartas al Director, una de mis secciones favoritas, y antes de abandonar el local relleno el autodefinido y empiezo la jornada con un ánimo más placentero que al levantarme de la cama.
Ducha en casa, cafelito en el bar de abajo, periódico del día, esquelas y crucigrama: ¿hay algo mejor que eso? Lo dudo mucho, porque de haberlo se sabría…
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