Alguien presenta un estudio que consiste en hacer unos cientos de llamadas telefónicas para acto seguido concluir con rotundidad que el 69% de las personas asocian platos a recuerdos felices de su infancia. También añade, sin despeinarse, que la nostalgia culinaria va a ser una « ... de las tendencias globales» para el año entrante. Casi nada. Yo no me creo ni la cifra ni lo de global, pero reconozco que la noticia me ilusiona. Ya saben de mi cruzada contra la simplificación audiovisual del hecho gastronómico, de la frivolización de la cosa a fuerza de fotos y más fotos de platos. Así que en cuanto surge la oportunidad de hablar del valor emocional de la cocina y de su capacidad para rescatar de esa parte más oculta de nuestra memoria 'vivencias del pasado', vívidos recuerdos de personas que vuelven a la vida por un instante gracias al sabor exacto de una simple sopa de ajo, me siento feliz y a menudo me pongo a escribir.

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Todos sabemos, aunque solo sea por la maravillosa escena de la película 'Ratatuille', que el más feroz de los críticos gastronómicos se convierte en un tierno cordero si la cucharada de comida que se mete en su boca le retrotrae a la infancia o, mejor dicho, le devuelve por unos segundos el amor más puro que jamás ha sentido y a su madre difunta. A todos nos ha ocurrido algo parecido. Un arroz que sabe exactamente como el que hacían en nuestra casa los domingos o el mismo olor que el del pijama que la abuela nos calentaba junto al fuego antes de ir a la cama.

A través de la memoria sensorial, los sentidos del olfato y el gusto conectan de un modo especial los estímulos fisiológicos con las emociones más intensas y con los recuerdos más profundos en uno de los procesos más complejos –aún bastante desconocido– de cuantos acontecen en nuestro cerebro.

Las cocinas atávicas

Estoy por decir que me alegraría mucho de que la 'nostalgia culinaria' de la que habla el estudio se convirtiese realmente en una tendencia global, aunque me cuesta entender el modo. ¿Se van a poner de moda los recetarios familiares y a repetir hasta alcanzar la perfección las recetas de la tía Enriqueta? ¿O acaso va a convertirse en mayoritario aquel juego tan en boga hace unos pocos años que consistía en recuperar los platos que fueron modernos en los 70, aquello que algunos llamaron «cocina viejuna». ¿Será que la felicidad nos va a llegar gracias al retorno del Duralex? ¿Más morteruelo y menos poke? Yo les prometo que pondré de mi parte. Si como decía Jacinto Benavente, «en cada niño nace la humanidad», volvamos a intentarlo.

Es curioso que hablemos de este tema tan íntimo y profundo en la misma semana en que los opinadores sociales, los profesionales y los amateurs, le han zurrado la badana al Mercadona por vender empaquetados dos huevos ya fritos. A veces queremos cocinar como la abuela, aunque ya dijo Andoni Aduriz en aquella charla que mantuvimos en el Caixa Forum con Dabiz Muñoz que la cocina de las abuelas era mentira porque las actuales no estuvieron guisando, sino en la movida madrileña, y que otras compran dos huevos fritos con la excusa de que la vida moderna no nos deja ni un minuto libre.

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Asistimos, eso sí, a un auge de las cocinas atávicas, a la sublimación del fuego vivo, por ejemplo. Ahora, como nunca, las parrillas simbolizan lo profundo, lo delicioso y aquello que todo el mundo aprecia y entiende independientemente de su conocimiento culinario. ¿Por qué ocurre esto en la era de la tecnología, cuando disponemos de una capacidad casi infinita de procesar alimentos? ¿Por qué retorna de nuevo con fuerza la gran cocina de Escoffier que la Nouvelle Cuisine logró destronar? Ya saben: liebres á la royale, paté en croute, etc…

Copias digitales

Les puedo ofrecer diferentes teorías, algunas ya conocidas y otras nuevas y valientes. La primera explicaría nuestra pasión por el asado y el ahumado en nuestra herencia cultural y casi genética. Para los homínidos que nos precedieron, el fuego garantizaba la seguridad sanitaria de los alimentos. Una carne –acaso carroña– muy asada aseguraba una digestión que no te llevaría a la muerte, como sí ocurre con los tejidos animales crudos en mal estado.

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La otra, más contemporánea, diría: los sapiens posmodernos y digitales que somos sentimos la necesidad de vivir y consumir cosas auténticas; en este caso alimentos que tan solo se pasan por el fuego en un sencillo pero mágico procedimiento. En nuestra vida diaria apenas consumimos otra cosa que copias digitales o productos fabricados en series de decenas de miles, así que necesitamos encontrar algo que nos mantenga enraizados al planeta en el que nacimos, que nos conecte, de uno u otro modo, con lo real, con la autenticidad, un lazo físico, no digital.

Es probable que esa nostalgia culinaria o anhelo alimentario del pasado –así se conecte al canal de los tiempos felices de nuestra infancia o al de nuestros ancestros, hace miles de años– sea una de las fuerzas no racionales que nos caracteriza como especie. Así que gritemos todos: vivan las ascuas, vivan las abuelas.

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