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Si un aspirante a cocinero preguntara ahora a algunos de los más grandes del oficio qué tiene que hacer para triunfar le dirían que necesita pasión, tenacidad, determinación y formarse bien. A poder ser, además de en España, en otro país en el que la gastronomía sea religión, pudiera ser Francia por su cultura culinaria colectiva y sus bases de gran cocina. También le recomendarían que conociera a fondo lo que pasa en alguna de las grandes capitales gastronómicas del planeta, una de esas pocas en las que florecen restaurantes de todo el mundo y negocios hosteleros de todos los estratos donde podrá conocer la diversidad de esa disciplina cultural netamente humana llamada cocina, pongamos Londres. Probablemente le recomendarían aprender sin límites y ponerse el mundo por montera, aunque luego decida que va a cocinar a menos de un kilómetro de la casa en la que nació, como los hermanos Roca.
Lo curioso es que este camino hacia la excelencia, aparentemente hijo de esta era de formación exhaustiva y globalización -me viene a la memoria ese eslogan de «la generación mejor formada»- es el mismo que siguió hace 60 años el protagonista de este artículo. La vida de Luis Irizar, uno de los chefs más importantes en la historia culinaria de este país, aunque su nombre no sea tan conocido para el público general como el de Ferran Adrià o algunos de sus alumnos más señeros, digamos Juan Mari Arzak, Pedro Subijana o Karlos Arguiñano, es absolutamente admirable en lo sustancial y en lo lúdico-aventurero.
Acaba de escribir su biografía en un libro muy especial que saldrá a la venta la semana que viene, pero por más que el volumen está lleno de anécdotas jugosísimas, de historias y testimonios de reconocimiento, admiración y agradecimiento sinceros de buena parte de los mejores cocineros de este país de cuatro generaciones diferentes, daría para mucho más, para una serie de televisión de esas que ahora nos devoramos después de la cena como si fueran 'petit-fours'.
Desde su nacimiento en La Habana como hijo de donostiarras emigrados antes de la Guerra Civil por asuntos delicados de su 'xelebre' padre, 'El Bullas', con tabernas de por medio, hasta su época de 'sous chef' del Hotel Hilton de Londres, con 110 cocineros a su cargo, están llenos de momentos memorables. Imagínenselo dando de comer o agasajando a presidentes de varios países, miembros de la familia real británica, premios Nobel, millonarios o a la flor y nata del espectáculo y del deporte de la época que pasaban por el Hilton. Desde los Beatles a Bob Dylan en su gira mítica de 1966, siguiendo por Manolo Santana, flamante campeón de Wimbledon, o Cassius Clay.
Pero si esto no fuera suficiente, a su vuelta a la península trabajó en Madrid -entre otros lugares en el mítico Jockey- y en su amada San Sebastián y se convirtió pronto en el primer cocinero en conseguir en 1975 una estrella Michelin en Gipuzkoa, en el restaurante Gurutze-Berri de Oiartzun, fértil galardón que anticipó la época dorada de la culinaria local que llegaría posteriormente y en la que su magisterio y visión desempeñaron un notable papel.
Su siguiente hito fue adentrarse en la formación, disciplina en la que resultó aún más sobresaliente. La creación de la primera gran escuela de cocina del Norte de España (Euromar, en Zarautz) y su forma de enseñar el oficio constituyó un hito nunca repetido. Allí formó e inspiró a la generación de cocineros vascos que alumbraron la revolución culinaria llamada Nueva Cocina Vasca. Es verdad que aquel movimiento telúrico del que aún vivimos algunos temblorcillos no fue inspirada solo por 'el maestro', pero su ejemplo y su amplitud de miras fueron imprescindibles.
Luis Irizar sigue al pie del cañón como puede pasados los 90 años y acaba de salir del hospital tras superar el temido Covid. Hace apenas unos días se ha ido su compañera de toda la vida, Virginia Alzugaray, una de las personas más ilusionadas con este libro del que les hablo. La publicación de estas memorias en primera persona no va a ser igual de gozosa, pero seguro que Virginia, donde esté, descansará feliz de saber que su historia y la de su esposo quedan recogidas como se merecen.
El libro está lleno de sentimientos y de agradecimientos por parte de lo más granado de la profesión y de sus alumnos. Y cuando digo alumnos no piensen solo en aquellos revolucionarios de los 80, sino también en algunos que entonces llevaban pantalones cortos. Me refiero a cocineros exitosos y medio jóvenes como Luis Lera (Castroverde de Campos, Zamora), Igor Arregi, Sergio Bastard o David Yárnoz, por citar solo unos pocos.
Escucho últimamente a muchos jóvenes cocineros hacer suyo el lema de Dabiz Muñoz: «No pain, no gain» (sin dolor no hay ganancia). Me divierte mucho porque es lo mismo que Luis Irizar les repetía hace 40 años a sus alumnos, según recuerda Karlos Arguiñano: «Sin esfuerzo no se avanza».
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