Gwendal no es Gwendoline
Un comino ·
«Me reconfortó, como a tantos, la reparación de algunas de las más lacerantes injusticias con las que hemos convivido con la concesión, por fin, de una estrella a Lera y a La Casona del Judío»Un comino ·
«Me reconfortó, como a tantos, la reparación de algunas de las más lacerantes injusticias con las que hemos convivido con la concesión, por fin, de una estrella a Lera y a La Casona del Judío»Qué sería de nosotros sin la gala de la Michelin. Por derecho propio se ha terminado convirtiendo en una suerte de catarsis colectiva anual de la gastronomía, reseteo culinario donde los haya y el momento cumbre de la expertología ibérica. La efeméride en la que ... clamar libremente contra las injusticias y las arbitrariedades, el día para dar rienda suelta a las opiniones propias sin riendas ni bocado, como se hace con los partidos de la Selección de fútbol.
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Están los premiados, los que sonríen tanto por dentro como por fuera porque el macarrón –no digamos sin son dos– atornillado en la puerta sigue siendo el más preciado metal al que puede aspirar un restaurante. Pululan los olvidados que, a veces, sonríen por fuera y otras ni eso, embutidos en su traje en vez de en una chaquetilla blanca y lustrosa como les gustaría y se preguntan qué coño hacen allí en un día de vino y rosas… para otros. Al menos, este año me consta que a los que iban a perder una estrella, que también los hay, les avisaron para que no se acercaran a recibir palmadas en el hombro.
El único que ya es libre como la gaviota de José Luis Perales es Andoni Luis Aduriz, que hace tiempo que decidió disfrutar de la vida y no enfadarse con nadie. Americana sobre la camiseta de 'No sé', una birrita y a disfrutar con la cuadrilla. Aduriz es el cocinero español en activo más influyente en el mundo y lo de no darle la tercera estrella a su Mugaritz es como 'La gran familia en Navidad'. Si alguna vez se la conceden vamos a tener que protestar y crear una plataforma porque sería hasta feo e irrespetuoso, como afeitarle el bigote a Einstein en las fotos.
Aunque, quién sabe… igual Gwendal Pullenec, el capo de la guía (no confundir con Gwendoline que también era francesa, aunque éste le echa más horas sobre el escenario que Julio Iglesias) crea una nueva categoría off shore para los irredentos y los rebeldones, ahora que les ha dado por inventarse premios para darle más hueco a los patrocinadores.
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Clama al cielo
Lo digo porque lo de Camarena clama al cielo. Si hay un restaurante en este momento en España en el que estén pasando cosas realmente importantes –y el miércoles lo ratifiqué con una comida memorable, de las mejores del año– es en Ricard Camarena. Allí se fragua algo grande culinariamente hablando, me refiero a algo de lo que hablaremos en el futuro en plan «yo estuve allí». Es una suerte poder vivirlo con tanta emoción como consciencia. Así que no se lo pierdan. No quiero exagerar con comparaciones grandilocuentes, pero me ratifico en la idea, que ya he repetido en los últimos años, de que en Bombas Gens hay un camino nuevo y propio, transgresor, que explora la sensorialidad, más allá de los evidentes compromisos con el territorio y el producto –que por supuesto–, con una profundidad similar a la de Ferran, con la sorpresa y la innovación, y a la de Aduriz, con el pensamiento y la reflexión.
Pero no, a Michelin le parece que le falta algo. No sé qué pensó nuestro Gwendal y si finalmente se enamoró del valenciano, como Julio de Gwendoline, tras la cena del miércoles por la noche en el sitio de Ricard y de Mari Carmen, que tanto monta. El año que viene veremos hasta dónde llega lo suyo.
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La gala interminable
Antes de acabar volvamos a la gala de cuyo guionista quiero acordarme, quizás algún alumno de Michael Ende por lo que duró. A diferencia de aquella de Lisboa, aquí todo estaba muy bien organizado y era lustroso. Hasta la comida estuvo al nivel que uno se espera, como los buenos trajes de cóctel, ya saben, cortos, no demasiado cortos, pero con un algo. Lo único es que entre el rojo omnipresente y la citada extensión de los discursos de políticos y patrocinadores –50 minutos de reloj antes de empezar con el turrón– de no ser por el salero de la presentadora hubiéramos pensado que estábamos en mitad de Plaza de la Revolución de La Habana en vez de en lo de Calatrava.
Así como me decepcionó una vez más la tacañería micheliniana en la parte alta de la tabla, hasta el punto de pensar que se les estropeó el ascensor y no son capaces de que suba del segundo piso –y no me refiero solo a Camarena–, me reconfortó, como a tantos, la reparación de algunas de las más lacerantes injusticias con las que hemos convivido con la concesión, por fin, de una estrella a Lera y a La Casona del Judío, por citar solo dos de las más aclamadas.
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También certifiqué que hasta un argentino-italiano que habla hasta debajo del agua se puede quedar casi sin palabras cuando se emociona de verdad. Paulo Airaudo, el primer cocinero en conseguir dos estrellas junto a la barandilla de La Concha –veintipico años después, por cierto, del último biestrellado en Donostia–, se congració con la ciudad cuando le dedicó las palabras que fue capaz de articular y casi el premio. «Me han tratado de puta madre» y «Eskerrik asko, que es lo único que sé decir», concluyó como si estuviera en un banco corrido de una sociedad de la Parte Vieja.
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