Vivimos en un mundo extraño en el que los planos de la realidad y la ficción se superponen sucesivamente en capas como en un sándwich gigante al que no podemos hincar el diente. Lo miramos con desconcierto por aquí y por allá, giramos el plato ... y nos sentimos incapaces para salir de la empresa con dignidad y sin ensuciarlo todo.
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Hace unas semanas pensábamos que, por fin, el maldito virus remitía y asistíamos felices a los primeros brotes verdes de la economía y del optimismo colectivo. La increíble guerra de Ucrania, con los rusos invadiendo un país como si viviésemos en los tiempos de los mongoles o en el terrible 1939, nos ha dejado perplejos, antes aún que indignados. Así que cuesta venir con una buena noticia y más cuando se piensa que quizás solo dure una semana. Pero veamos.
Las exportaciones agroalimentarias españolas batieron un récord el año pasado y superaron los 60.000 millones de euros. Nada más y nada menos que un 11% más que en 2020, lo que supone un saldo comercial positivo del sector –lo que se vende fuera en relación con lo que se compra fuera– de 18.948 millones de euros. Cifras, dirán. Sí, pero empiezan a ser más que respetables. Somos la huerta y el supermercado de los europeos, a los que vendemos el 63% de lo que exportamos, pero no solo eso. También somos una de las principales potencias del sector agroindustrial, el que se encarga de la transformación en productos de la producción del sector primario, que se ha convertido ya en la principal industria manufacturera del país (22,8% del total) y en el mayor generador de empleo del sector secundario. El 21% de las personas ocupadas en la industria española lo está en actividades relacionadas con la industria alimentaria. Si atendemos a su aportación al PIB, podemos decir que no para de crecer y que ya alcanza el 9%. ¡Casi nada!
Sector estratégico
Resulta que produciendo alimentos y transformando materia prima somos realmente buenos. Hace unos años se minusvaloraba todo aquello relacionado con el sector primario como si perteneciera al pasado, pero han llegado tiempos en los que básicos como la energía o los alimentos se han convertido de nuevo en estratégicos para un país. La pandemia y ahora la guerra han terminado por descarrilar el movimiento de globalización-deslocalización en el que vivimos durante dos décadas. El mundo sabe que no puede depender para todo de terceros países situados a miles de kilómetros, a menudo con economías que producen más barato a costa de tratar a la fuerza de trabajo del modo que sublevaría a un europeo. Cada vez somos más conscientes, como ya lo eran nuestras abuelas, de que lo más barato no siempre es lo mejor.
Sin embargo, cada lunes y cada martes aparece algún iluminado, tertuliano o incluso ministro en ejercicio asegurando que el turismo –la otra gran vaca española– es «un sector de bajo valor añadido» y arremetiendo contra el consumo de carne o la estructura y prácticas del sector primario del que habla como si detrás de su delicada situación no hubiera decenas de miles de familias con ninguna otra oportunidad laboral o vital a la vista. Los miércoles sale un primo suyo defendiendo el mundo rural con más idealismo que Saint-Simon y algún viernes que no llueve los dos se ponen las botas de monte y se van a hotelitos con calefacción de gasoil a jalear la sostenibilidad.
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Con ese hábito tan español de compararnos los jueves con los alemanes y los noruegos, no paramos de fustigarnos porque ellos tienen una estructura industrial «de alto valor añadido» y no hay sábado que un gurú local con buen inglés no salga con el cuento de Silicon Valley y de lo estratégico del sector de la tecnología para un país. Así, sin medias tintas, sin tener en cuenta de dónde venimos y a dónde podemos aspirar a llegar.
Minusvaloramos lo que tenemos, aquello en lo que somos buenos y líderes y nos fustigamos por lo que ya no podemos ser, aunque solo fuera –y hay muchas otras razones determinantes– porque llegamos cuarenta años tarde. No matizamos y auscultamos aquello en lo que ya estamos para ver si podemos hacerlo mejor, sino que directamente proponemos saltar de un mundo a otro del que todo desconocemos, tan solo porque a algunos pocos les ha ido bien.
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Pozo de oportunidades
Todavía en demasiadas ocasiones se asocia el mundo rural y su sector primario con la sociedad fracasada, con «el poco valor añadido», cuando, en realidad, es un gran pozo de oportunidades. No solo porque la alternativa de las grandes urbes ha colapsado como destino garantizador de progreso y calidad de vida para los jóvenes, sino porque conceptos que se han inoculado con fuerza en la sociedad, como saludable o sostenible, en los que sí estamos o podemos estar muy bien posicionados, encierran una oportunidad única de desarrollo. Vincular la ciencia y la innovación al sector primario y a la agroindustria, con esfuerzos colectivos decididos a satisfacer las demandas de los nuevos estilos de vida saludables y comprometidos que se imponen en la sociedad, puede ser más visionario que seguir llorando por el valle del silicio que nunca seremos.
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