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Hay dos situaciones especialmente reconfortantes para un amante de los restaurantes: cuando te sientas por primera vez en un local y percibes que allí va a pasar algo inesperado y cuando visitas a un clásico, a un veterano de más de 70 años, y compruebas ... que su cocina está llena de frescura, vitalidad e ideas nuevas que se ejecutan y se sirven con exquisita maestría. Pierre Gagnaire está en un momento caleidoscópico en su restaurante parisino del Hotel Balzac. Ahora es al tiempo un revisor de técnicas clásicas, un contemporáneo de primera línea que sigue improvisando –un poco menos que antes– y mantiene un compromiso con la ligereza de los platos, lo cual le sitúa en lo más avanzado del panorama de la élite. Por desgracia, cada vez encontramos más casas de tres estrellas tan perfectas como aburridas. Y este no es el caso, al menos en mi experiencia reciente.
A los vascos nos cuesta ser rotundos en este asunto del comer que tan en serio nos tomamos. Odiamos decir cualquier cosa que pueda parecer exagerada, así que el día que concedemos un poco más de libertad a las palabras es que realmente la cosa ha ido muy bien. Ahora, no esperen nunca de mí que diga «brutal» o esos calificativos superlativos tan en boga en el sector.
La sensación compartida con mis compañeros de mesa al salir por la puerta es que lo que ahora se ofrece en esa casa tiene mucho de lo que se le puede pedir a un súper tres estrellas de París y no me refiero solo a la atención, servicio de primera, espacio y cocina impecable, sino al respeto al comensal en lo relativo a aquello que se sirve en la mesa, empezando por la veneración a la temporalidad y a sus productos y siguiendo por preparaciones fruto de una claridad mental muy notable, sin exceso de ingredientes ni rebuscamientos literarios ni conceptuales. Muchos de los platos de Gagnaire podrían estar en un restaurante de muchas menos estrellas pero en esta casa fluyen con naturalidad a lo largo del menú. Lo trascendente no tiene por qué ser complejo. Muchas veces ocurre justo lo contrario.
Sensaciones olvidadas
Te pueden volver a entrar ganas de empezar a comer de nuevo foie gras de pato al recuperar sensaciones en la boca que ya casi no recordabas con un caldo bárbaro para que naden unos grandes pedazos de foie asados y escalfados en vadouvan (mezcla de hierbas similar a un curry) con trozos de avalones para dar textura –y placer a los comensales orientales–, capuchina y tomatillo o uchuva.
También puedes sentir que el erizo da para mucho más que servirse crudo y que convertido en un bisque con berza rellena de berza, camarones y unos espaguetis caseros puede hacerte salivar a cada cucharada. No todo está al gusto de uno, eso sí.
A mis ilustres compañeros les gustó el más radical de los platos: unos lomos de un gran rodaballo asado en cocotte sobre una cama de romero y tellinas, grasa yodada de cocido, rábanos y achicoria, una apuesta por el contraste de amargos que, a mi juicio, quedaba deslucida por el punto de asado del pescado y la potencia del amargo.
Tradición sin excesos
Pero fue solo una curva en el camino porque Gagnaire eligió una pechuga de ave de Bresse para hacerla en vejiga de buey, que apareció esplendorosamente hinchada, impactante, dando oportunidad a la sala para terminar y servir la pieza con respeto a la tradición pero sin amaneramientos ni excesos ceremoniales. Un delicadísimo punto de la 'blanc' para un plato que una vez montado y servido parecía una alegoría de la vida del animal con los alimentos favoritos del ave como guarnición: granos de espelta del país, piñones, hojas de lechuga romana y una salsa de semi duelo de ave con trufa.
Un plato a todas luces inolvidable que habla de la precisión de la casa y de su libertad para recuperar técnicas clásicas o apostar por lo rupturista, como en algunos de sus pequeños bocados del inicio del almuerzo, caso de los mejillones españoles con caballa, patas de cordero, cecina y lardo de Colonnata o el tuétano con morcilla vasca, pan de calamar y crema de ortigas. Les hablo de sensaciones personales y sin entrar a hacer análisis técnicos de cada plato. Para eso ya saben que el mejor 'gagnairólogo' es el amigo Philipe Regol. Vayan y lean.
Gagnaire, el hijo de hosteleros que heredó tanto el oficio como el apellido, el iconoclasta guapo de la 'nouvelle cuisine' que logró las tres estrellas Michelin en su restaurante de Saint-Étienne antes de arruinarse y emigrar a París a empezar de nuevo, trabajó antes de pastelero que de cocinero. Y eso se nota cuando llega el final de la comida. La tartaleta de moscovado con orujo del Jura, la gran flor de vainilla y castañas, la trufa con castañas –qué poca presencia tienen en la gran cocina española contemporánea– o el plato de regaliz con chocolate no son nuevos ni viejos, ni esteticistas, ni aburridos. Son pura golosura de toda la vida.
Qué gusto de juventud bien madurada. Fresco a los 72.
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