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El pensamiento del ser humano se mueve en círculos temporales desde que aprendió a levantarse sobre sus patas de atrás. Nada que hayamos vivido, de lo importante, es la primera vez para nuestra especie. Las pulsiones que nos mueven eran las mismas en los tiempos ... de Mesopotamia que ahora que gobierna la escuela de Chicago. Si la tierra gira todos los días para volver al mismo sitio, nuestras inquietudes también. La cultura explora territorios que abandona un día y vuelve sobre ellos pasado mañana. Del clasicismo vamos a la oscuridad medieval y de ahí al Renacimiento y pasamos al Barroco suntuoso y de vuelta al Neoclásico. Las vanguardias de hoy son los clásicos de pasado mañana. Y la vida continúa, sigue igual, que hubiera dicho Julio Iglesias.
La cultura del siglo XX estuvo mucho más compartimentada en movimientos culturales y escuelas que la de siglos anteriores, en sintonía con la velocidad a la que todo mutaba en los parámetros de una revolución industrial llamada a cambiarlo todo para siempre. Pero el para siempre no se ajusta a nuestra especie y cada vez dura menos. Orwell se quedó muy corto. No ocurrió lo que preconizaba en 1984, pero lo que es realidad en 2019 es mucho más sobrecogedor que lo que él fue capaz de imaginar. Hoy todo cambia en el tiempo de una respiración completa. Mañana será en un suspiro. Si el viejo Heráclito levantara la cabeza buscaría un bar para acodarse en la barra y tomarse un par de tragos antes de anunciar socarronamente, «ya os lo dije, todo fluye». No sé si siempre nos bañamos en las mismas aguas o en realidad es nunca. Lo que sí es cierto es que necesitamos regresar tanto como viajar, tanto como conquistar.
Después de 50 años los americanos van a volver a la luna. Estamos de nuevo en la carrera espacial y casi en la guerra fría. Cosas serias, nada que ver con la 'vichyssoise' y el steak tartar. O sí. Si nos ponemos divertidos con el juego de los paralelismos vemos que las cosas del comercio y del bebercio se comportan igual que los movimientos culturales, las generaciones y las vanguardias.
Los cocineros de hoy, los que cuentan cosas que la gente quiere escuchar se parecen más al primer Bob Dylan y a Joan Baez que a los Pink Floyd o al Genesis del rock sinfónico. Su primitivismo, la búsqueda identitaria y el arcaísmo molan, como en la política. Voces desnudas y directas. La cocina que se abre camino es acústica, se ha desenchufado. Ha dejado los sintetizadores en el garaje y camina con zapatillas y 'bluejeans' por sendas polvorientas en busca de verdad, de una zanahoria a la que le puedan encontrar un sentido, un pasado, una familia, una historia que contar.
La cocina que manda, la que influye de verdad y está empujándolo todo, es puro folk de los 50-60, una nueva forma de ver las cosas, una contracultura culinaria –por tanto fácilmente asumible por el pueblo en cuanto se asiente– que en unos años evolucionará en un pop, un rock y quién sabe en un qué gastronómico.
Los cocineros 'beat' hacen parroquia, tipos que escriben su particular 'En el camino', aspirantes a Keruacs y Gingbers de los fogones que han encontrado sentido a su vida, como Vicktor Frankl, después que dejara de soplar la herencia más intelectual y sofisticada que los españoles hemos dejado al mundo desde el siglo XVII, el ferranismo, aquella primera vez en tantísimo tiempo en que un movimiento netamente español influía realmente en rincones y personas de todo el planeta.
Pero, ya se sabe, el sistema no descansa. Mientras los contraculturales se afanan en lo suyo, él aguarda silencioso escudriñando a la disidencia hasta que halla el modo de deglutir las contradicciones para vomitarlas convertidas en producto rentable. Por eso la gastronomía de hoy es tendencia, es 'mainstream', es tele, es cool.
Dicen algunos maestros a los que respeto que el pueblo occidental, si no se conciencia pronto, si no se espabila, comerá pronto solo cuarta y quinta gama, comida preelaborada, que no alimentos, y los artesanos que encienden el fuego y parten de cero cada día, lo que hemos llamado cocineros en los últimos doscientos años, serán solo para una élite entendida y delicada, como ahora pasa con la ópera. Quizás en pocas generaciones, con la paradoja de que tenemos a un click millones de horas de programas de cocina, el pueblo llano llegue al hito histórico de perder la capacidad de cocinar, de ser libre, de hacer aquello que realmente le diferenció del resto de seres vivos. Y quizás ese día, si dejamos de ser el 'animal cocinero', como lo bautizara James Boswell en el siglo XVIII, porque hemos olvidado lo que nos ha hecho diferentes, nos encontremos siendo parte de un sistema cibernético de inimaginable potencia de cálculo, pero sin la sensibilidad para freír bien un huevo.
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