El estrellado cocinero bilbaíno de la ría eligió el día de San Sebastián, el más importante del año en la vecina ciudad, para hacer pública la noticia quién sabe por qué oculta razón. El 20 de enero de aquel 2021 que había arrancado con los peores augurios lo anunció en su cuenta de Twitter con su habitual socarronería: «Queridos amig@s ... muy a mi pesar dejo la cocina... voy a ser youtuber. Andorra q se prepare que llego derrapando…». Su alma de showman, su habilidad histriónica y cómica era conocida en los círculos gastronómicos y en todos los concéntricos a niveles planetarios vinculados a la noche, pero el anuncio del cambio del definitivo del cucharón por el micrófono suponía una ruptura cargada de simbolismo, la primera rendición protagonizada nada más y nada menos que por uno de los tipos duros de la tribu, un marine del fuego vivo y la cocina de raíz, vocacional hasta las trancas, el tipo que antes del maldito Covid había cerrado más locales de hostelería desde el Nervión al Guadalete (aunque él los cerraba de madrugada, cuando ya habían hecho la caja, no como los políticos).
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¿Había caído la gota que colmaba el vaso tras nueve meses agónicos y sin visos de futuro para todo un sector? ¿Era una decisión desesperada o la disculpa para cumplir, por fin, su anhelado sueño de llegar más alto que Michael Jordan habida cuenta que la Michelin le veía como músico de culto y club de jazz y no le permitía pasar de general una estrella? ¿Acaso formaba parte de una estrategia colectiva y al día siguiente anunciaría Pepe Solla la creación de The Cooks, la nueva banda de rock con Diego Guerrero a la guitarra rítmica y Ricard Camarena a la trompeta? ¿Se estaban volviendo todos locos y abandonaban el oficio o trataban de atraer de nuevo la atención de los medios, las redes y la sociedad -no de sus clientes, que habían demostrado ser auténticos patas negras- en este tiempo de zozobra y abandono?
En aquellos años de 'fake-news' en los que las redes sociales le cerraban las cuentas al mismísimo presidente loco de los Estados Unidos, la información y la desinformación campaban a sus anchas. Corrían ríos de bits asegurando que el plan del Gobierno del presidente Sánchez era dejar que el mundo de los hosteleros se limpiara solo, sin gastar una bala ni un euro. Dejar que se murieran, echar a los viejos, como en el cuento de los músicos de Bremen, porque había que «cambiar el modelo», aunque nunca se explicó en detalle por cuál, más allá de una vez que hablando del turismo dijo que tenía que ser «verde, sostenible e inclusivo», lo que sea que quisiera decir eso (una botella de sidra, pensé yo), cuando la realidad decía que la especie animal en mayor peligro de extinción era el propio 'homo hosteleriense', miles de trabajadores.
El ruido se había vuelto tan ensordecedor en aquel paisaje que no había manera de aclararse, ni de planificar medida alguna para salvar los muebles porque cada día cambiaban las órdenes. Abre, cierra, abre, cierra, como si uno estuviera sentado en el sillón del dentista, pero mucho más doloroso. Algunas voces aseguraban que no era ineficacia o impericia, sino algo peor: la desinformación como estrategia y el estado de alarma como escudo legal para no responsabilizarse a posteriori. Quién sabe.
Decían que a los gobernantes de aquellas izquierdas amalgamadas no les gustaban los dueños de los restaurantes finos ni tampoco los manolos de los bares, clase obrera, al fin y al cabo, pero con poca conciencia política y social, muchos de ellos liberales de facto que se habían buscado siempre sus propias castañas y ni sabían de asociacionismo ni sindicatos. No se podía saber si aquello era un bulo o era verdad.
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Mientras tanto cundía la desesperanza, el sentimiento de abandono más profundo, algunas veces la rabia, y las familias y sus sustentos se iban desplomando ante la inacción del estado social del bienestar, como se autodenominaba entonces. ¿De verdad eran culpables? ¿De qué? Pepe añoraba Alemania, el país que dejó de adolescente cuando su padre ahorró dinero suficiente para poder abrir un restaurante en su pueblo. Allí, al menos, les estaban ayudando de verdad. ¿A dónde se iba a marchar ahora con 56 años? Volver a echar de menos Alemania con todo el simbolismo que eso tenía… poco más que decir.
Muchos políticos que hasta hacía bien poco llamaban a los más afamados cocineros para conseguir una mesa y hasta se ponían una chaquetilla en el estand de Fitur no contestaban ahora al teléfono ni a las cartas de «sus amigos».
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Mayday, Mayday. Apenas quedaban fuerzas para resistir en las balsas… pero no quiero ser yo derrotista en un cuento. No olvidemos que la historia de aquellos músicos de Bremen terminaba bien. El burro, el perro, el gato y el gallo conseguían cambiar su destino trabajando juntos y haciendo felices a los demás con su música. Al lío.
PD. Nadie debería ver frivolidad o falta de respeto en este cuento, muy al contrario, consideración, amargura y desconsuelo. Trataba solo de probar con la ironía y la fantasía para ver si alguien, por fin, se conciencia o, al menos, se conmueve un rato.
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