Poder conocer en profundidad uno de los restaurantes emergentes del país ya es una buena noticia. Poder hacerlo mano a mano con el chef por primera vez sentado a la misma mesa, a su propia mesa, es para dar gracias a la providencia
La experiencia que les voy a contar es uno de esos privilegios que te aporta la edad y los años desplumando pavos en el patio. Poder conocer en profundidad uno de los restaurantes emergentes del país ya es una buena noticia. Poder hacerlo mano a mano con el chef por primera vez sentado a la misma mesa, a su propia mesa, es para dar gracias a la providencia. Antes de que los más críticos arqueen las cejas, asumo que a los plumillas del gremio se nos cuida un poco mejor que al ciudadano de a pie, como a la tía Enriqueta el día que viene de visita a comer a casa. Eso hay que descontarlo, pero donde hay mata, hay patata.
A estas alturas de la vida, los que militamos en los 50 nos hemos ganado la libertad para decir lo que nos indiquen nuestras kokotxas. Las pequeñas verdades que nos pertenecen y son irrenunciables, como los derechos humanos. Pedrito Sánchez-Bagá, el bueno, diría aquello de «nos hemos ganado la libertad para no tener que hacer croquetas». Le secundo.
Hablemos hoy del Hotel Ritz de Madrid y no en una crónica sentimental de la Guerra Civil, cuando la planta baja se convertía en cocina económica para los madrileños, paradojas de la vida, y las suites más burguesas en habitaciones para atender heridos. En la 27, de hecho, murió Buenaventura Durruti, emblema del anarquismo patrio, el 20 de noviembre del 1936.
El Ritz, ese lugar al que últimamente le pesaban las malas reformas tanto como la historia, ha recuperado la vida y la dignidad con la que nació. No me refiero al esplendor físico, que también, al buen gusto con regusto a lo que fue, a verdad sin falsedad acartonada ni ñoñería, sino a la importancia que la cocina tiene en la nueva casa, que no es otra cosa que recuperar el linaje culinario que lleva grabado en su nombre. Ritz de Londres, el espacio en el que el gran Auguste Escoffier puso en práctica las ideas que cambiaron la cocina del siglo XX, las que aún rigen en la organización de cualquier restaurante en el mundo, principio e inspiración a la que volver siempre.
La gran casa de Madrid
El nuevo Mandarin Oriental Ritz de Madrid, a cuyos mandos culinarios está Quique Dacosta, ya ha pasado por esta columna, pero aún no su restaurante bandera, Deesa, el que nace con todos los atributos para convertirse en un futuro no tan lejano en la gran casa de Madrid, dejando a un lado claro está, al inclasificable Diverxo. El tres estrellas que no ha podido tener Madrid en tantos años. En otros casos reconozco que la tensión de abrir sus puertas con la presión, interna y externa, de llegar a serlo puede ser un lastre insalvable. En éste, vista la madurez del proyecto, los profesionales y los medios, no. Esperen un poco.
Pero ¿qué es y qué pasa en Deesa? ¿Qué hay en la cabeza de Quique Dacosta para no copiarse a sí mismo en un restaurante que no quite las ganas de peregrinar a Denia cada verano? Para destilar sinceridad y verdad la propuesta de este plumilla aceptada por el chef fue almorzar juntos el menú gastronómico y hablar de la vida. No voy a reproducir hoy aquí sus palabras. Lo dejamos para una segunda parte, como las series que tanto gustan ahora. Pero sí les aseguro que aunque no lleva ni un mes abierto nos encontramos ante una de las cocinas de inspiración burguesa y aspiración gastronómica más sólidas de la ciudad. El gastronómico, que no repite ningún plato de los que se ofrecen en Denia, apenas corre riesgos y está construido desde la más precisa técnica para traer al siglo XXI algunos de los productos tradicionales de hotel de lujo: anguila, ostras, caviares, bogavante, rodaballo y liebre. Una apuesta segura que nace más de la cabeza que del corazón –me atrevo a decir, todavía– que no dejará indiferente ni a la tía Enriqueta ni al gastrónomo más pulido, aunque también sea aficionado a los vinos grandes.
Pulso firme
Un lujo de otro tiempo sincero y más que alcanzable que no oculta nada. Todavía no se ve a un Dacosta, tan solo su pulso firme sujetando la cámara que sin mostrar mucho habla de un director que sabe lo que hace, pero que aún no ha revelado la trama. Se ven sus manos y su estilo en el juego del carro de caviares en el que hace competir la triada de los Petrosian con las huevas de maruca y mujol, curadas en su casa de Denia. O la ostra en geli-sopa de apio, producto presente con una emulsión que sabe más a ostra que el puro cuerpo del bivalvo. Y también en las atenciones, servicio y postres que cierran el menú sin perder un ápice de honorabilidad.
Todavía es pronto, pero auguro un futuro del que Escoffier se sentiría orgulloso. Un poco de valentía y riesgo a no tardar mucho para rematar, ¿qué tal?
PD. Otro día seguimos hablando de cómo construir un menú partiendo de un producto, de las autolimitaciones creativas de un cocinero y de la gestión de equipos en el largo plazo que garanticen el futuro de todos. Hoy el espacio no da más de sí. Disculpen.
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