Ojos
Un comino ·
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Un comino ·
Todos los ojos de esta historia se sirvieron a la misma persona en una sola semana de este julioTodos los veranos se publica en este rincón alguna ficción pero, aunque se lo pueda parecer, éste no es el caso. Todos los ojos de esta historia se sirvieron a la misma persona en una sola semana de este julio.
Los de un pargo o ... borriquete
Día 1. Un gran pargo del Estrecho asado sobre la parrilla vasca de un restaurante gaditano sale a la sala. Las aguas batidas y las corrientes del Estrecho entre las que se ha alimentado han puesto su carne dura y firme, pero no resulta fibrada, ni mucho menos seca. El talento del parrillero lo ha dejado en su punto. Llegar a su tamaño solo está a la altura de los más fuertes. El ojo del borriquete está turbio, no blanco del todo, lo que denotaría un exceso de cocción. Su cuerpo asado y entregado como en un atávico ritual nos regala una de las más felices comidas del año. No tiene nada que envidiar a los excelsos rodaballos que la casa madre de Getaria santifica cada día. Cataria, la casa de los Arregi en Chiclana, está en lo más alto.
El que mira en Mugaritz
Día 2. En Mugaritz nada podía ser lo que parece. Tampoco un ojo. Primero se besa una boca de porcelana y se lame hasta la nariz. El ojo que impacta, el que todo lo ve, se sirve media hora después y es completamente líquido, con dos densidades. Es pura pupila y humor vítreo, ambos de manzana, una fuji dulce y otra granny smith ácida, que premian con un sabor pleno de umami a los valientes que han superado el rechazo visual-cultural que produce. La falsa pupila recupera imágenes de la infancia, cuando rascábamos con una cuchara el zumo evaporado y concentrado de las bandejas de manzanas asadas, la golosina de aquellos tiempos.
Los de un lenguado
Día 3. No hace falta que el ojo sea muy grande cuando se tienen los dos juntos, en el mismo plano de la cabeza, y solo sirven para mirar hacia arriba. Pequeños para pasar desapercibidos, ocultos bajo la arena. El hermoso lenguado acaba de pasar por la parrilla de Pablo Loureiro, en Casa Urola. Se sienten las musculosas fibras y la carne ofrece una singular sensación cuando ya se ha cortado con los dientes, como si dificultara separarlos de nuevo. Está fresquísimo. El toque ácido del aliño que limpia la boca y embrida la grasa es suave y adictivo. Los ojos que miran para arriba han pasado inadvertidos, como en la arena.
El de un besugo
Día 4. El saborizante más adictivo del mundo, el calor de brasa y humo de madera de encina del restaurante Etxebarri, ha brindado ya varios «el mejor de mi vida» a los experimentados comensales. Cómo llegar tan alto con aparentemente tan poco… Una gamba roja de Palamós de dimensiones pleistocénicas, un tomate excelso con un pedazo de bonito levemente tocado, una burrata elaborada en el día con la leche de sus propias búfalas… pero cuando todo preludiaba la llegada de la chuleta se presenta un besugo hermoso, abierto como si fuera a abrazar al comensal, con su refrito emulsionado en verde y amarillo. El humor vítreo de sus ojos es pura seda garganta abajo. Uno para cada comensal. Los lomos dan para hacerse un festín. La brasa está pero no se hace presente. Hay que invocarla en el retrogusto.
El de un bonito
Día 5. El verano cantábrico no guarda relación con el sol, sino con la llegada del bonito. El incansable nadador que persigue los bancos las sardinas alegra con su presencia más que tres días seguidos de playa. Desde Finisterre hasta Hondarribia se le venera y reverencia. No solo su noble e insuperable ventresca que ansía las brasas, ni sus lomos nacidos para la marmita. Hasta el más ínfimo pedazo es una bocanada de mar. En el restaurante de Pedro Martino, mirando al río Nalón, el máximo refinamiento eleva los cortes más humildes a platos excelsos. Una modesta cebolla rellena o una pistoreya pueden ser manjares. El ojo del bonito es inexpresivo aún de vivo, pero no como sus carnes.
El ojo vivo de un chipirón
Día 6. El calamar es el único animal que estando muerto aún está un poco vivo. La iridescencia de su piel, que aún cambia de color después de horas, es de una belleza inquietante. El ojo, un órgano de proporciones descomunales en relación con su cuerpo, sorprende con el nácar más puro bordeando el negro más absoluto. Isaac Loya apenas templa al fuego de su Real Balneario de Salinas esos chipirones casi vivos. Si la clásica receta asturiana, 'afogaos', fue un descubrimiento de juventud equiparable a las lecturas de Conrad, los de este final de viaje cantábrico aportan un fin insuperable.
Los comedores de ojos de esta historia se desplazan de Este a Oeste, a la inversa que los bonitos. Como ellos, viajan y comen sin parar, como si la pulsión de hacerlo viniera de la mismísima hélice del ADN. No hay criatura marina que desprecien. Como los bonitos, son aventureros de los mares, migrantes en busca de omega 3. Quizás se los encuentren algún día.
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