Corría el otoño del año 2007 cuando cité a cenar en Madrid a un conocido periodista. Nos encontramos en la puerta del establecimiento, en la calle Presidente Carmona 2, me miró sorprendido y me dijo: ¡Pero si esto es un japonés! ¡Pero si yo soy ... gallego!, añadió exagerando el acento. Continuamos con la broma en animada francachela y, despojado de la chaqueta y de los prejuicios, se fue animando con los sashimis y los niguiris más ortodoxos y también con aquellos 'de fusión' que había hecho famosos el cocinero Ricardo Sanz que nos sorprendían a los de provincias, con su huevito frito y su hamburguesita.

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Tan solo dos años después, el periodista gallego se había convertido en un plusmarquista de la cocina del país del sol naciente, renunciando de facto a su condición de gallego que sabe de pescado y por eso no lo come crudo. Otro restaurante japonés del Paseo de la Castellana llegó a tener fuera de carta un menú largo que llevaba el nombre de este periodista y que su sencillo enunciado le evitaba a él, y a todos los acólitos que fue convirtiendo a su nueva fe, tener que lidiar con la carta.

Todos los aficionados a la cocina que conozco tienen una anécdota similar con un gallego, un vasco o un andaluz. Eso de creer que de comer ya lo sabemos todo y que lo mejor es lo de nuestro pueblo nos persiguió al menos hasta que se extinguió la viruela. No hace más de veinticinco años que todavía levantábamos las cejas cuando algún amigo volvía de Japón o de Estados Unidos y decía que había comido sushi. Para la infantería local, la relación con la comida japonesa tiene apenas unos lustros. Aunque leí a Luis Cepeda que el primer restaurante japonés en España, El Fuji, abrió en Las Palmas de Gran Canaria en 1967, la verdad es que la actual afición por una parte de la comida nipona -básicamente el sushi porque otras son todavía grandes desconocidas- no se han popularizado hasta anteayer.

Con ojos limpios

De los japoneses hemos aprendido que el pescado crudo con arroz es una delicia, pero también otras cosas más importantes. La fundamental, a mi juicio, es la de mirar la naturaleza que nos rodea con ojos limpios. Ellos nos han enriquecido con su cultura culinaria, pero no nos han invadido con sus productos y sin embargo han puesto en valor muchas especies nuestras que hasta hace bien poco despreciábamos.

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Cuando éramos niños las playas de todos los litorales se llenaban de algas en algunas épocas del año y los lugareños convivíamos con ellas sin prestarles ninguna atención, salvo cuando llegaba el verano y se limpiaban para que no molestasen a los turistas. No éramos conscientes de que estábamos dando patadas al alimento encargado de garantizar el futuro de esta humanidad que cada vez se hace más grande, al menos en número.

Solo en aquellos lugares del norte donde abundaba el ocle con el que se elabora el agar-agar y su recolección era una actividad económica complementaria para muchas familias se aguardaba impaciente a que las mareas vivas del otoño las arrancaran de los fondos.

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En Occidente todavía comemos mil veces menos algas que los nipones, ya saben, el país con mayor esperanza de vida del mundo, que las cultiva desde hace más de trescientos años, pero tomarlas ya no es algo extraño para casi nadie. Nori, codium, lechuga de mar, wakame… deliciosas y nutritivas propuestas para consumir en fresco o rehidratadas en casa. La industria española de extracción, cultivo y procesamiento todavía es pequeña, pero su crecimiento va a ser exponencial. Algunas de las de mayor calidad que ya se cultivan aquí siguen el mismo camino que los mejores atunes rojos: Tokio.

Es curioso que algunos de estos productos que hemos incorporado a nuestra nómina de exquisiteces se hayan vuelto cotidianos gracias a la culinaria japonesa y no alguna de nuestras cocinas regionales en las que ya se consumían tradicionalmente.

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Una pasión ignorada

El caso de los erizos de mar es uno de los más peculiares. Hace tres o cuatro décadas los entonces abundantísimos erizos no eran del gusto de los vascos, ni de los gallegos, aunque sí apasionaban a los asturianos de la costa, a los gaditanos y a los gerundenses, por citar algunos. Los órganos sexuales del equinodermo, con su inconfundible sabor yodado, se han vuelto una pasión casi global gracias a los niguiris de los amigos japoneses.

Todavía nos queda mucho que aprender de ellos, sobre todo en lo referente al tratamiento y cuidado del pescado desde que sale del agua hasta que llega a las casas. La transmisión cultural de ida y vuelta va a continuar en los próximos años. El sake, una de las pocas bebidas que se puede tomar a siete grados y también a treinta, se abre camino con su versatilidad y sabor inconfundible y ya se produce en España. Pero eso ya… es otro Comino.

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PD. Domo arigatou gozaimasu, quiere decir algo así como «muchas gracias por todo» en japonés.

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