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Su nombre de guerra es Diego Li y su oficio, guía turístico. Estudió español en Shangai, donde vive con otros veintiséis millones y pico de vecinos y ni se conocen, ni se confunden entre ellos, ni son todos parientes, por mucho que nos empeñemos en ... bromear o pensar que todos son iguales. Les aseguro que Diego no se parece físicamente a los otros 17 compatriotas que conduce por los intrincados caminos del Mesón de Cándido, dispuestos a disfrutar de la experiencia gastronómica de la vieja Segovia.
No sé que diablos les contarán cuando tratan de venderles el viaje a España, pero por su semblante risueño tengo la sensación de que más o menos les cuadra. O son así de agradecidos, que de todo habrá. Y ante esa sonrisa permanente y predisposición, Ramón, el fotógrafo, lo tendrá luego fácil para convencerles de las mil y una perrerías de posados que les propondrá.
Antes, apostados en la puerta del centenario mesón, esperamos y elegimos el objetivo. Son las 12:15 horas del Martes Santo y con la ayuda de Cándido y de Pablo Martín, sumiller de la casa y de toda la sumillería nacional, atacamos sin piedad. Y no hay batalla, porque esta gente es más entregada de lo que creíamos o, al menos, en sus vacaciones.
–No, esos no son –asegura Cándido, cuando asaltamos a los primeros que franquean la puerta.
–Esperad mejor a los siguientes, que vienen con Diego, que es muy majo y habla español, porque si no... –sentencia Pablo.
Aguantamos ya con el atrezzo fundamental a la vista: una bandeja con un cochinillo entero, ya asado e incluso con su salsa en un cuenco. Mientras, Cándido cuenta cosas de chinos, de sus gustos y de lo que han comprobado que demandan.
–Buscan ver partir el cochinillo, esta ceremonia les encanta –asegura.
–Será porque son mitómanos...
–Sí, pero también muy prácticos, porque comen rápido por la agenda tan concentrada que llevan. Ah! y luego se van a comprar, sobre todo cremas a la farmacia de la marca Martiderm –explica.
Mi cara de extrañeza por lo de las cremas dura unos segundos, hasta que entra un grupo. Son ellos. Nos presentan a Diego, y tras una rapidísima explicación de Cándido de lo que queremos, solo acierto a decirle que nuestro periódico es el más antiguo de España. Quizá el subconsciente me traiciona con los estereotipos y creo que su cultura milenaria casará bien con las ancianas letras de este veterano diario. Cosas del directo.
Le pedimos que los modelos sean él y una de sus clientas. Salimos a la calle y a unos metros, junto al Acueducto, posan, mientras sujetan la bandeja. Temo que el peso les venza y termine el cochinillo entre los arcos, pero la sangre, mejor la salsa, no llega al río de piedras del monumento. Volvemos al interior para continuar la sesión en una de las salas del viejo mesón. Soportan con paciencia las fotografías y «rápido, rápido, a comer», dice Diego.
Sopas de ajo, cochinillo y un postre de ponche en un tiempo récord. Quizá no vayan a batir la plusmarca, porque tanta fotografía les ha entretenido, pero me tranquiliza que estén en los tiempos previstos. Como también Don Alberto, hijo del mesonero Cándido, que accede al comedor y plato en mano les pregunta de dónde son.
–Shangaaaaaai –dicen entre sonrisas y con los teléfonos ya preparados para disparar.
El maestro de ceremonias cumple el rito y el ¡oh! resuena en la sala al romperse el plato contra el suelo. Algunos miran los añicos con pena y piensan que vaya gasto. Me dirijo a uno y antes de que lo barran le acerco un trozo del plato roto para que se lo lleve de recuerdo.
–Souvenir –digo, al tiempo que extiendo mi mano.
Lo coge sonriente, aunque no estoy seguro de si es porque le gusta la idea o su cara es así. El caso es que se queda con ello y quien sabe si lo pondrá en un lugar destacado de su casa o lo tirará en la primera papelera que encuentre. Nunca lo sabré.
Allí les dejamos que coman tranquilos y sin prisas, aunque creo que eso va contra su naturaleza, y vamos en busca de Diego. El tipo se ha refugiado en un comedor cercano y a toda velocidad da cuenta de la sopa de ajo.
–¿Hablamos?
–Siéntase y yo como –contesta.
Devora la sopa de ajo, y, entre cucharada y cucharada, cuenta que es diferente a la de su país, donde son muy soperos. «No pan, no chorizo, no huevo», chapurrea, al tiempo que explica que allí es muy famoso el cochinillo de Segovia «y este restaurante».
A velocidad de vértigo liquida el primero y se dispone a entrarle al famoso asado. Y a mi pregunta del estrés que supone ir tan deprisa, lo que le digo impide disfrutar más y mejor de la gastronomía y del patrimonio, me lanza una andanada, por espabilado: «Los españoles hacéis lo mismo cuando váis a China. Venís de muy lejos y queréis visitar todo en muy pocos días, como nosotros», me espeta para ponerse tierno y sentimental con un «además, mis clientes viejos ya no volverán».
Aún en fase de asunción del golpe, pienso que eso me pasa por desconsiderado. Es igual que cuando hablamos de los estadounidenses y contamos que no saben dónde está España, y menos una ciudad, una región o una catedral: Nosotros tampoco por dónde narices cae Minnesota o Niágara y sus cataratas. Pues con China, igual o peor.
El tiempo apremia y Diego apura el postre. «Nos gusta España y la gastronomía, aunque no se coma con palillos», bromea y cuenta que les gusta que haya muchos platos en la mesa y que no comen postre, aunque lo dice mientras goza con el ponche segoviano. «Y el pan es solo para untar y para beber tomamos mucho una bebida amarilla que tiene unos 14 grados, como vuestro vino», explica para que me calle, anote en mi libreta y le deje comer en paz.
Diego vuelve sobre sus pasos en la acelerada conversación e insiste en que están muy lejos y de ahí su afán por ver muchos lugares. Es su oportunidad, porque la mayoría de los turistas chinos, como el agua del río cuando pasa, nunca vuelve.
«14 horas de vuelo si es directo o 18 si para en otro país», confiesa mientras mueve la cabeza. «Este viaje es de 11 días: venimos de Portugal, Lisboa y otros, Madrid y Segovia, y ahora iremos a Zaragoza en autobús para seguir a Barcelona y a Sevilla», enumera como si fuera un itinerario incluso relajado. Debe haber otros peores que este de a ciudad por día, pienso, y seguro que tienen sus trucos para no liarse durante el atracón y confundir la Sagrada Familia con la Giralda o las migas aragonesas con el pescaíto frito. Como en 'Si hoy es martes, esto es Bélgica', película que se me pasó recomendarle.
Diego se levanta para 'pastorear' a los suyos, en expresión de un camarero. Saludo con la cabeza, amplia sonrisa y adiós. Escaleras abajo, el grupo deja el lugar para continuar con esa contrarreloj por equipos que es su visita.
Y ya sentado con Ramón, me sacudo la intensidad de la entrevista a la carrera y recuerdo lo que Don Alberto, el octogenario mesonero que sigue al pie del cañón, me aseguró hace unos cuantos años: «Ya vienen a esta casa más chinos que japoneses».
Siempre creí que exageraba y que era una manera paternal de concederme una primicia. Pero no. Los datos avalan en los últimos años su observación. Desde 2015, en el que visitaron Segovia 60.000 chinos, el número no para de aumentar, hasta que han logrado el segundo puesto en la lista de turismo internacional, solo por detrás de los estadounidenses y tras arrebatar ese lugar a los franceses.
El fenómeno chino es un aluvión cuando llega su Nochevieja, a finales de enero. En este conmemoran el Año del Cerdo –feliz coincidencia para Segovia–, y en esas minivacaciones de invierno, que llaman 'Golden week', la invasión asustaba. Carteles en el Centro de Recepción de Visitantes, junto al Acueducto, daban la bienvenida. Y otros para felicitarles el año, que se repartieron entre comerciantes y hosteleros. Nadie escapó a este 'Bienvenido Mr. Marshall' que sí fue rentable, porque no hay que olvidar que los chinos son los que gastan más por persona y día.
Diego Li no supo darme el dato de lo que gastan, pero escribió su nombre verdadero en mi libreta: Xiao Liang.
–Primero elegí Alonso, pero me dijeron que procedía del árabe y cambié a Diego –me contó ante mi asombro.
Son cosas suyas, pensé, y prometí volver otra mañana a Cándido para ponerme al lado de Gustavo, un camarero que distingue bien la procedencia de cada oriental. Esa habilidad no me la pierdo para escribir otro cuento chino.
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