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Este diciembre el referente enoturístico de Castilla y León, el Museo Provincial del Vino, sopla 25 velas. Veinticinco vueltas al sol con un pasaje que supera los dos millones de viajeros embarcados en un viaje que despegaba en la localidad vallisoletana de Peñafiel. Pero, ojo, no despegaba en cualquier sitio, zarpaba en el interior de todo un Monumento Nacional –declaración de 1917– como es el castillo que corona la que ahora se conoce como la Cuna de la Ribera del Duero, título vitivinícola que, precisamente, también ronda esos 25 años. Algo que no es casual, porque ese corto eslogan promocional sintetiza a la perfección lo que ha supuesto el vino en esa zona vitivinícola vallisoletana en este último cuarto de siglo, así como en otras tantas zonas productoras de la región, especialmente aquellas en las que las denominaciones de origen son más grandes y, por tanto, existe una mayor capacidad de inversión.
El Museo del Vino se ubica en toda una fortaleza del siglo XV. Es importante ese detalle porque, en mi opinión, una parte del éxito del Museo Provincial del Vino –que gestiona la Diputación de Valladolid– está en haber elegido ese monumento para albergarlo. En perfecta relación simbiótica: se complementan, armonizan, maridan como lo hace el mejor vino con el mejor plato y con la mejor compañía posible. No me cabe duda alguna. Tanto monta, monta tanto.
Con este proyecto pionero, y precursor de otros que han ido construyendo un tejido enoturístico en la provincia vallisoletana, se lograron dos objetivos. Uno: poner en marcha un atractivo espacio museístico dedicado a algo que, ya de por sí, es muy atractivo, como son el vino y su cultura. Y dos: rescatar y poner en valor un monumento que, hasta ese momento, decir que estaba infrautilizado era decir mucho, pues ni siquiera se alcanzaba ese paupérrimo nivel. Apenas un puñado de viajeros desperdigados ascendían hasta el castillo. En una garita de atrezzo abonaban un mínimo precio por un tique que les permitía acceder al recinto y, literalmente, jugarse el tipo recorriendo sus patios, adarves y la torre del homenaje. Solo por esto segundo, la recuperación de un patrimonio arquitectónico e histórico de primer nivel, ya merecía la pena tamaña aventura.
Pero al igual que en 1999 el castillo peñafielense era la nada turísticamente hablando, también lo era toda la comarca y toda la zona vitivinícola en la que se enmarca el municipio, la Ribera del Duero. Perdón, la nada, no; la nada más absoluta, turísticamente, insisto. Y si esto era así en la Ribera, imagínense cómo sería en las otras demarcaciones vitivinícolas de la región.
¿Qué quiero decir con toda esta ‘carta a los Corintios’? Pues que las cosas hay que hacerlas pero con cabeza. Porque si aun haciéndolas bien pueden salir regular, si se plantean mal desde el primer momento pues se pueden imaginar cuál va a ser el resultado final de la ecuación.
Fue a partir de 1999 cuando de forma, yo creo que ya consciente y planificada, se sentaron las bases y se plantó la semilla de una nueva forma de dar a conocer y de rentabilizar un territorio como es el castellano y leonés, con todas sus riquezas y posibilidades, las cuales, en esta comunidad autónoma, son todas y elévenlas ustedes al cuadrado.
A velocidad de crucero y con un combustible por entonces desconocido, el enoturismo, empezó a carburar una forma, desconocida por estos pagos, de hacer turismo y de generar algo que se vende muy caro en el medio rural: ilusión. Ilusión por vivir en un lugares que, por pequeños que sean, están generando oportunidades de desarrollo profesional y personal. Somos campo, somos patrimonio, somos agroindustria, somos naturaleza y paisaje, somos tantas cosas que ya estábamos tardando en hacer eso que ahora se repite tanto –como he hecho yo mismo–: poner en valor. Y por qué no hacerlo con un tipo de turismo de calidad, y de enorme atractivo, como es el que oferta el sector del vino.
Quizá a algún nudo más que la citada velocidad de crucero, empezaron a abrirse las bodegas a los visitantes –además de construirse muchas más instalaciones elaboradoras–, comenzaron a levantarse hoteles de altas prestaciones –algunos de ellos también en edificios monumentales, rehabilitándose y retomando una vida nueva–, a arreglarse casas y acondicionarlas como casas o alojamientos rurales, a abrirse enotecas, restaurantes –algunos de ellos cosechando en poco tiempo estrellas Michelin–, a ponerse en marcha múltiples recursos museísticos, a consolidarse rutas del vino que aglutinan todo lo anteriormente citado y, algo absolutamente imprescindible, comenzó a profesionalizarse el sector del turismo del vino.
En lo que llevamos de siglo XXI ha quedado demostrado que las grandes inversiones desde lo público y, más meritorias aun, desde lo privado, han conseguido que el término enoturismo sea sinónimo de oportunidad y, también, de éxito.
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