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JESÚS BOMBÍN
Valladolid
Viernes, 11 de enero 2019, 09:19
Ribadelago fue devorada por el agua en la helada madrugada del 9 de enero de 1959. El caudal que reventó el muro de la presa de Vega de Tera alcanzó a la localidad zamorana, enclavada en una orilla del lago de Sanabria, llevándose por delante ... casas, caminos, tierras de labor, media iglesia y la vida de 144 de sus poco más de quinientos habitantes. Entonces la magnitud de la tragedia conmocionó al país, que no se había enfrentado a una catástrofe hídrica similar desde que en 1802 reventase el embalse de Puentes de Lorca dejando más de seiscientas muertes.
El pasado miércoles se cumplieron sesenta años de la tragedia de Ribadelago y el Museo Etnográfico de Castilla y León ha dedicado un ciclo a recordar el eco de un desastre que tuvo su origen en graves deficiencias en la construcción de la presa echando mano de la literatura y el cine. Una huella parca en testimonios mediáticos, manejada y silenciada durante la dictadura y cuya memoria se ha tratado de rescatar en parte desde el flanco del documental con la película 'Catástrofe de Ribadelago, 1959-2009', con guion y realización de Agustín Remesal y la producción de Guillermo López Krahe.
«Cuando en el verano de 2008 acudí para hacer el documental, allí toda la gente tenía memoria y me propuse que hablaran; me di cuenta de que muchos vecinos no se hablaban entre ellos, había mal ambiente porque una parte de las víctimas fueron indemnizadas mejor que otras en función de no se sabía qué», recuerda el periodista Agustín Remesal. «Hicimos un experimento: con una cámara portátil pequeña intentamos que la gente contase cosas, que no fueran los de siempre, sino los que estaban callados no se sabía muy bien por qué. El 2 de noviembre convencimos a la gente de Ribadelago para que, como todos los años, subieran al cementerio a rezar por sus muertos, y como siempre lo habían hecho de manera silenciosa y espaciada, les convencí para que acudieran todos a la caída de la tarde. Cuando cada vecino estaba frente a la tumba de sus familiares, el alcalde preguntó si podían rezar todos juntos un padrenuestro y lo que ocurrió fue tremendo, la gente se echó a llorar, fue como una muestra de reconciliación impresionante».
El periodista zamorano consiguió también convencer al escritor Alberto Vázquez-Figueroa para que volviera a Ribadelago varias décadas después del siniestro. «Nos recordaba que participó como submarinista en la recogida de cadáveres, que lo hacían a diez grados bajo cero y que con las escafandras de buzo no podían permanecer más de siete minutos bajo el agua, de donde no lograron sacar ningún cuerpo entero».
Remesal decidió también dar testimonio escrito de lo ocurrido en el libro 'Memoria de Sanabria', 168 páginas con más de 240 ilustraciones y documentos en los que se refleja la vida en Ribadelago antes y después de la rotura del embalse. Una publicación con fotografías procedentes de los archivos de Carlos Saura, Eduardo Ducay y Heptener –entre otros–, del Archivo Provincial de Zamora y hemerotecas. Con el tiempo, el material se convertiría en catálogo de una exposición que itineró por Castilla y León y Madrid durante dos años.
Otro enfoque sobre lo que sucedió aquella aciaga madrugada del 9 de enero de hace sesenta años lo aportó ayer en el Museo Etnográfico de Castilla y León María Jesús Otero Puente, de 70 años, superviviente de la catástrofe, que se ha ocupado de recopilar la memoria de Ribadelago en el libro 'Tráeme una estrella'. «Sigo reivindicando que se haga justicia con los supervivientes», clama con rotundidad esta profesora de literatura jubilada.
Contaba diez años cuando la riada la sorprendió durmiendo, «como a la mayoría». Vivía a las afueras del pueblo con sus cuatro hermanos, sus padres y su abuela, en una casa resguardada por un enorme peñasco. «El agua rebotó contra él extendiéndose hasta la vega. Eso nos salvó. Perecieron unos tíos segundos nuestros, pero fuimos de las pocas familias que no perdimos un ser querido de primera línea».
De las vidas rotas de los supervivientes habló ayer refiriendo las etapas de duelo en el tiempo por las que han pasado. «La vida de todo un pueblo se rompió aquella noche y ya no se pudo volver a unir, la gente deambulaba; después, algunos dejamos de decir que éramos de allí porque no queríamos que nadie nos preguntara. Cuando se celebró el 50 aniversario –evoca– se abrió una espita porque empezamos a mirar con más seguridad lo que sucedió».
Pocos supervivientes quedan de aquel siniestro en el que, deplora, ni el paso del tiempo ni las promesas institucionales han aliviado los sentimientos de «dolor, de rabia, porque no hemos tenido ninguna ayuda; las indemnizaciones que se pagaron fueron de pena y produjeron muchísimo dolor porque fueron a base de chantajes y en aquel momento nadie se rebelaba, no se podía; hubo impunidad, un juicio en el que nadie fue castigado por aquella negligencia, una sentencia muy liviana y al final nadie fue a la cárcel».
Reprocha a las instituciones que aún siga pendiente de erigir un Museo de la Memoria «prometido desde hace muchos años por la Junta, la Diputación y el Gobierno». «El tiempo va pasando, la gente va muriendo y se queda sin ver ese signo de recuerdo y atención que nos hubiera mitigado un poco la tristeza, un lugar donde revivir con serenidad el pasado y lo que perdimos».
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